MÓDULO 2

Tema 4. Trastornos del comportamiento

M.ªI. Hidalgo Vicario, P.J. Rodríguez Hernández

Resumen

Los estudios epidemiológicos comunitarios muestran que el 5-8% de la población infantil cumple criterios para el diagnóstico de trastorno oposicionista desafiante o trastorno disocial. Estos trastornos se caracterizan por la presencia de conflictividad prolongada con otros niños, los padres y los profesores. Los síntomas más importantes son el comportamiento desafiante, el oposicionismo a las figuras de autoridad, la argumentación excesiva o las agresiones físicas, e interfieren en el rendimiento escolar y en las relaciones familiares y con el grupo de iguales. La detección precoz mejora el pronóstico y reduce la comorbilidad. Debe realizarse un tratamiento multidisciplinar, y empezarlo lo antes posible. Los niños y adolescentes suelen beneficiarse de la utilización de varios métodos terapéuticos conjuntamente: tratamiento psicológico (terapia cognitivo-conductual), entrenamiento de padres y tratamiento farmacológico.


Introducción

Los trastornos del comportamiento (TC) constituyen uno de los motivos de consulta más frecuentes por problemas relacionados con la salud mental infantil y juvenil. En las clasificaciones internacionales de enfermedades, existen dos categorías principales para los TC: el trastorno negativista desafiante y el trastorno disocial. En la traducción reglada de las clasificaciones internacionales al idioma español, el trastorno disocial se denomina «trastorno de conducta». En la presente revisión se ha preferido emplear el término «trastorno disocial» para evitar generar confusión con el título del tema («trastornos del comportamiento»)1.

La sintomatología comprende un espectro de conductas que abarcan desde las discusiones con actitud desafiante o el enfado y la irritabilidad, hasta condiciones graves como agresiones a personas y animales, destrucción de la propiedad, robos e incumplimiento grave de las normas. Para establecer el diagnóstico es importante tener en cuenta la temporalidad, ya que muchas condiciones (fenómenos adaptativos, afectivos, etc.) pueden generar estos comportamientos de manera puntual. Además de los síntomas nucleares que presentan los pacientes con este diagnóstico, ha de evaluarse el grado de disfunción asociada en todas las áreas de desarrollo: escolar, familiar, social y personal. Habitualmente se deteriora la socialización y se incrementa el riesgo de retraso escolar y consumo de tóxicos. Establecer un adecuado diagnóstico precoz disminuye considerablemente la posibilidad de desarrollar otras patologías en situación de comorbilidad, así como el consumo de recursos sanitarios y de servicios sociales, jurídicos o educativos2.

Epidemiología

La investigación epidemiológica refiere una prevalencia media estimada del 5%, con estudios que encuentran frecuencias de entre el 3 y el 8%, según la metodología empleada. Estos elevados porcentajes sugieren que los TC son uno de los principales motivos de consulta en el sistema sanitario debido a problemas de comportamiento en la edad pediátrica.

En cuanto a la prevalencia por sexo y edad, se observa que en las edades comprendidas entre los 5 y 10 años fluctúa entre el 4,8 y el 7,4% en los niños y entre el 2,1 y el 3,2% en las niñas. En los adolescentes la prevalencia varía entre un 1,5 y un 3,4%, y la diferencia entre ambos sexos se reduce. En la adolescencia es más habitual el trastorno disocial (TD). Sin embargo, hay que tener en cuenta que, aunque a edades tempranas el TD es infrecuente, cuando aparece se incrementa la probabilidad de que la sintomatología en la adolescencia sea más grave y de que se desarrolle un trastorno antisocial en la edad adulta3.

Se ha observado una mayor frecuencia de TC en las zonas urbanas y en las clases sociales bajas (sin embargo, en los últimos años se está registrando un número creciente de niños y adolescentes con TC de nivel socioeconómico medio-alto, debido a factores de vulnerabilidad en la crianza).

En investigaciones recientes se ha prestado mayor atención a formas de agresividad menos físicas, más relacionadas con la intención de herir al otro a través de amenazas y de dañar sus relaciones sociales. La mayoría de los estudios realizados al respecto han demostrado su mayor frecuencia en y entre mujeres4.

Etiopatogenia

La etiopatogenia de los TC depende de múltiples factores, que se potencian e inter­accionan entre sí. Los estudios sobre marcadores neurobiológicos (hormonales, bioquímicos o neurológicos) no han obtenido resultados específicos5.

Entre las variables analizadas se encuentran las relacionadas con la genética, el temperamento, las familiares, las sociales y las del entorno, aunque ninguna de ellas es predictora del desarrollo de TC6. Las más importantes son:

  • Genética. Existen evidencias de la influencia genética procedentes de estudios realizados en gemelos monocigóticos y dicigóticos. No se ha identificado ningún gen concreto, por lo que probablemente el efecto aparece debido a la interacción de muchos genes entre sí y de los genes con los factores ambientales.
  • Sexo. Los TC se dan con más frecuencia en el sexo masculino. Además, la sintomatología es más grave.
  • Temperamento. Algunas características del temperamento, como la elevada reactividad o la escasa cordialidad, pueden contribuir a desarrollar TC.

Clínica y factores de riesgo

La clínica del trastorno negativista desafiante (TND) implica situaciones en las que el niño o el adolescente muestra un patrón de comportamiento desafiante hacia las figuras de autoridad, junto con discusiones, negativa a cumplir sus responsabilidades y enfados con otros niños o con adultos, todo lo cual genera dificultades en varios contextos; esta clínica debe haberse manifestado como mínimo durante los últimos 6 meses anteriores.

En el TD existe un patrón de comportamiento antisocial que vulnera los derechos de otras personas y las normas de convivencia y/o reglas socialmente aceptadas para cada edad; estos comportamientos resultan inmanejables para las personas cercanas al individuo con TD, y provocan un deterioro progresivo y significativo en el ámbito interpersonal, relacional y laboral. El paciente con TD a menudo comete actos agresivos con los que molesta a otras personas o les causa dolor y sufrimiento; este comportamiento, además, genera estilos de vida empobrecidos para él mismo. Hay que prestar especial atención a las agresiones a personas y animales (violencia, uso de armas, tortura…), la destrucción de la propiedad, los intentos de provocación de incendios, los robos o actos fraudulentos (sin comportamientos agresivos) y las violaciones graves de las normas7.

Un aspecto que debe tenerse en cuenta es la relación existente entre los TC y el consumo de tóxicos. Se observan más conductas de consumo de tóxicos en pacientes con TD, y entre los efectos que produce este consumo figuran el agravamiento del problema y la dificultad para la intervención terapéutica.

También hay que señalar que los niños con problemas de la conducta graves tendrán, cuando lleguen a adultos, una mayor probabilidad de sufrir ansiedad o depresión, intentos de suicidio y violencia de género, o de tener hijos antes de los 20 años. Estas asociaciones persisten tras controlar estadísticamente las variables de confusión (inteligencia, clase social, escolarización, etc.)8.

Los TC pueden coexistir con distintos problemas, especialmente cuando las conductas son graves y no se ha actuado de manera precoz. Los dos más importantes son:

  • Consumo de drogas tóxicas, estupefacientes y otras sustancias. Existe una asociación entre el consumo de drogas y el TD. En ocasiones, las transgresiones se producen por la necesidad de obtener la sustancia de forma inmediata. Otras veces son consecuencia del efecto de las drogas, sea agudo o por las alteraciones mentales que produce su consumo a largo plazo. El ambiente disocial propio del mundo de las drogas es un factor negativo añadido al problema.
  • Fracaso escolar y absentismo escolar. Impiden al niño obtener los recursos escolares en la resolución de conflictos. Se pierde la estructuración temporal del ocio y del trabajo y se crea una situación de indisciplina que se traslada al ámbito familiar, con el consecuente empeoramiento de una situación ya de por sí deteriorada9.

En cuanto a la evolución de la clínica, se han identificado ciertos factores que parecen asociarse a la prolongación del problema en la edad adulta. Uno es la edad de inicio: los niños que desarrollan síntomas antes de los 6 años tienen mayor riesgo. Otro es la amplitud del problema, con peor evolución cuando los síntomas se dan en varios contextos. El tercer factor de riesgo es la frecuencia, intensidad y diversidad de los trastornos conductuales10.

Además del análisis de los síntomas con los que se relacionan los TC, es necesario conocer algunos de los factores de riesgo que pueden anticipar o hacer más frecuente la presentación del trastorno. En la tabla 1 se detallan todos los identificados. Los más importantes son:

  • Circunstancias de la concepción, del embarazo y perinatales: enfermedades graves de la madre o el feto, conductas o situaciones de riesgo prenatal (como el consumo de drogas y los problemas laborales y ambientales durante el embarazo), prematuridad y sufrimiento fetal.
  • Características de la familia: padres muy jóvenes o muy mayores, conflictos graves y crónicos en la pareja, y presencia de enfermedades crónicas o de trastornos psiquiátricos severos en la familia.
  • Factores relacionados con los patrones educativos familiares: padres con importantes problemas de tolerancia por las crisis de la infancia y adolescencia, o padres que no aceptan la autonomía progresiva de sus hijos.
  • Circunstancias socioeconómicas adversas de la familia.
  • Problemas con la justicia: adolescentes con medidas judiciales, delincuencia y contactos repetidos con la fiscalía de menores.

Ninguna de estas características, ni otras recogidas en otros estudios, son, por sí mismas, predictores del desarrollo presente o futuro de un TC, ya que también existen factores personales y sociales de protección que pueden hacer que la evolución del TC sea favorable. Por último, cabe señalar que la acumulación de factores de riesgo aumenta la probabilidad de aparición de un TC.

Diagnóstico

El diagnóstico de los TC es clínico. Por ello es imprescindible hacer una adecuada anamnesis y entrevista clínica, que ayude a delimitar y describir la sintomatología presente, además de la observación en la consulta. Es preciso que los síntomas que presenta el paciente se correspondan con los establecidos en alguna de las clasificaciones internacionales de los trastornos mentales. Los cuestionarios y los test pueden ayudar en el proceso diagnóstico. No está indicado realizar otros exámenes complementarios (pruebas de neuroimagen o neurofisiología), a no ser que se sospeche un problema neurológico en situación de comorbilidad.

La clasificación más utilizada en la práctica clínica es la del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, en su reciente quinta edición (DSM-5)11. En las tablas 2 y 3 se recogen los criterios diagnósticos para el TND y el TD del DSM-5.

Una de las principales novedades que aporta el DSM-5 con respecto a la edición anterior (DSM-IV-TR) es la siguiente: en el DSM-IV-TR, los TC se situaban bajo el epígrafe «Trastornos por déficit de atención y comportamiento perturbador» y se establecían cuatro categorías diagnósticas: trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), TND, TD y trastorno de comportamiento perturbador no especificado; en el DSM-5, se desplaza el TDAH al grupo de los trastornos del neurodesarrollo y se crea un nuevo epígrafe denominado «Trastornos disruptivos, del control de los impulsos y de la conducta», en el que se encuentran el TND y el TD.

Existen algunos instrumentos (test, cuestionarios) que pueden ayudar a establecer el diagnóstico. Los hay de dos tipos: instrumentos generales, mediante los cuales se exploran distintos síntomas entre los que se encuentran los síntomas comportamentales, e instrumentos diseñados de manera específica para detectar posibles casos de TC. Pueden ayudar a delimitar y definir aspectos como la gravedad, intensidad o frecuencia de los hallazgos clínicos.

Entre los primeros instrumentos, los más usados son:

  • El Child Behavior Checklist (CBCL) (Achenbach, 1991). Probablemente sea el que más se ha utilizado en los últimos años. Puede ser contestado por los padres o tutores de niños o adolescentes de entre 4 y 18 años. Debido a su elevado número de ítems, se emplea principalmente en investigación.
  • El Cuestionario de Cualidades y Dificultades12 (Strengths and Difficulties Questionnaire [SDQ]). Detecta probables casos de trastornos mentales y del comportamiento en niños de 4 a 16 años. Es el instrumento de cribado más empleado en todo el mundo. Consta de 25 ítems que se dividen en 5 escalas de 5 ítems cada una: síntomas emocionales, problemas de conducta, hiperactividad, problemas con compañeros y conducta prosocial. El cuestionario puede conseguirse de manera gratuita en la página web: www.sdqinfo.com

Entre los instrumentos específicos, los más utilizados son:

  • Las escalas de Conners. Valoran el comportamiento, la atención, la hiperactividad y el aprendizaje. Algunas de ellas son cuestionarios breves muy útiles en pediatría, por su facilidad de administración y corrección. Las escalas de Conners, junto con el ADHD de Du Paul, son las herramientas más utilizadas para el cribado del TDAH y de problemas de conducta en la infancia.
  • Inventario Eyberg de comportamiento (IECN). El IECN puede resultar muy útil como medida para identificar problemas de comportamiento en niños de 2 a 12 años. Consta de 36 ítems, sobre comportamientos generales que constituyen las quejas más frecuentes formuladas en las consultas de pediatría.

Diagnóstico diferencial

Existen otros trastornos de las emociones y de la conducta que pueden generar alteraciones en el comportamiento. El retraso psicomotor o los trastornos del desarrollo pueden acompañarse de sintomatología conductual, al igual que determinadas alteraciones metabólicas, degenerativas o genéticas. Incluso hay que contemplar las variaciones de la normalidad, ya que los criterios diagnósticos de los TC incluyen elementos subjetivos del tipo «a menudo discute con los adultos»; por ejemplo, es importante indagar sobre lo que significa «a menudo» para los informantes (padres, etc.), ya que existen elementos que pueden distorsionar la realidad13.

Los principales trastornos emocionales y de la conducta con los que hay que establecer el diagnóstico diferencial son:

  • TDAH. El niño con TDAH puede presentar problemas conductuales importantes derivados de la impulsividad que acompaña al cuadro. Además, hasta el 40% de los niños con TDAH presentan TND en situación de comorbilidad. En el TDAH los problemas se encuentran en todos los contextos, y los síntomas conductuales derivados de la impulsividad suelen ser más leves y más anárquicos (no siguen un patrón definido) que los que se observan en los TC.
  • En el diagnóstico diferencial merece especial consideración una nueva categoría diagnóstica incluida en el DSM-5 y denominada «trastorno de desregulación disruptiva del estado de ánimo». El síntoma central es una irritabilidad crónica, grave y persistente. La irritabilidad produce accesos de cólera frecuentes en respuesta a la frustración, junto con un estado de ánimo de permanente enfado entre los accesos.
  • Los trastornos del ánimo, como la depresión o el trastorno bipolar, pueden presentar irritabilidad como síntoma principal en lugar de ánimo triste, que aparece con más frecuencia en el adulto. Por ello, las primeras manifestaciones clínicas de los trastornos del ánimo en la infancia pueden ser problemas de comportamiento.
  • En otros trastornos psiquiátricos graves, como la esquizofrenia o los trastornos de ansiedad grave, también pueden existir problemas de comportamiento. En ocasiones son difíciles de clasificar, especialmente cuando aparecen en la fase prodrómica del trastorno mental grave.

Tratamiento

El tratamiento de los TC debe ser multimodal, básicamente a través de psicoterapia cognitiva y conductual, entrenamiento de padres y profesores y, en los casos graves, tratamiento farmacológico.

Antes de comenzar la intervención es útil aclarar los términos más importantes del trastorno. Se debe explicar a los padres el motivo por el que se producen los síntomas, así como a los propios niños y adolescentes (adaptando la explicación a su edad y nivel de comprensión) y a otros profesionales del entorno como profesores o educadores. Hay que subrayar que el diagnóstico de los TC es exclusivamente clínico14,15. No deben realizarse pruebas complementarias como evaluaciones de neuroimagen o neurofisiológicas, a no ser que se sospeche la existencia de algún problema neurológico. La única excepción es el análisis para detectar consumo de drogas, ya que es la única manera de descartarlo de verdad, aunque el paciente y su entorno lo nieguen. También se deben resolver las dudas y cuestiones que surjan en el momento del diagnóstico o durante la evolución del trastorno, especialmente en relación con los mecanismos de producción (eso ayuda a disminuir la posible autoculpabilización de la familia) y las posibilidades de intervención. Es conveniente emplear un lenguaje sencillo y adaptado al nivel de la familia, y comprobar que se comprende lo que se explica.

La intervención terapéutica se debe planificar y desarrollar desde el momento del diagnóstico, ya que un retraso en el tratamiento empeora el pronóstico e incrementa el riesgo de comorbilidad.

El tratamiento principal es la psicoterapia cognitiva y conductual. Las estrategias conductuales han demostrado efectividad en la reducción de las conductas problemáticas y en la mejora de los síntomas del comportamiento16.

La terapia psicológica mediante estrategias conductuales debe emplearse de manera precoz, ya que es una medida que mejora el pronóstico. Las estrategias psicológicas han de aplicarse en todos los contextos del niño y del adolescente, por lo que además del aprendizaje familiar deben ofrecerse pautas útiles a educadores y profesores. En la intervención no hay que olvidarse de los factores del entorno, como los aspectos socioeconómicos y culturales, y tampoco de factores inherentes al propio niño o adolescente, como su temperamento o su nivel madurativo.

El tratamiento farmacológico, principalmente mediante neurolépticos atípicos, debe reservarse para situaciones en las que la expresividad de los síntomas o la evolución del cuadro lo requieran. En los casos más graves puede ser necesario recurrir a otras medidas más drásticas, como el internamiento en centros terapéuticos especializados en trastornos conductuales17,18.

Terapia psicológica

Existen programas que integran distintas modalidades psicológicas y que resultan de interés en el diseño de una estrategia terapéutica eficaz. Los más utilizados son los programas de entrenamiento en habilidades sociales para niños y adolescentes, que consisten en realizar entrenamientos en habilidades sociales a través de técnicas como el juego simbólico y el role play. Con ellas se busca enseñar a los niños con TC a comprender y aplicar las reglas del juego, a aceptar las consecuencias de sus actos sin culpar a los demás, a no abandonar el juego, a resolver distintos tipos de problemas, y a identificar los propios sentimientos y los de los demás. También hay programas de entrenamiento de padres y profesores en los que se enseñan estrategias conductuales y de resolución de conflictos y se entrenan mediante técnicas de realidad simulada como el role play.

Psicoterapia conductual

Es la terapia psicológica más efectiva en los TC. Se articula en torno a una serie de técnicas que tienen como objetivo la modificación de las conductas problemáticas. Antes de comenzar a utilizar estas técnicas es necesario analizar cuáles son los comportamientos disruptivos que se pretenden modificar. Por ello, el primer paso es establecer un registro conductual que debe contemplar una serie de parámetros, entre los cuales figuran las características de la conducta anómala y la intensidad de los síntomas, incluyendo su consistencia (qué factores hacen que se perpetúen), la frecuencia, la expresión de los síntomas en relación con el entorno (en qué situaciones empeoran o mejoran) y la evolución a lo largo del tiempo14,17.

Una vez determinadas las dificultades, hay que priorizar las actuaciones sobre aquellos problemas más importantes, teniendo en cuenta que no existen pautas universales y que es necesario valorar todas las condiciones internas y del entorno.

Previamente, debe aclararse la necesidad de aplicar las técnicas en todos los entornos y de manera continuada; no han de establecerse descansos.

Existen dos grupos principales de técnicas conductuales. Utilizando varias simultáneamente se incrementa la probabilidad de lograr la modificación en la conducta problemática.

Un primer grupo de técnicas permite reducir las conductas negativas. Las más importantes son:

  • Coste de respuesta. Consiste en la supresión de algún reforzador positivo tras la emisión de una respuesta. Se basa en retirar las condiciones ambientales en las que el sujeto puede obtener reforzamiento de su conducta, durante un periodo determinado. Por ejemplo, se indica al alumno que espere durante 5 minutos fuera de la clase si cuando realiza la conducta desadaptativa recibe las risas y aprobación de sus compañeros de clase.
  • Técnica de extinción. Consiste en suprimir el reforzamiento de la conducta que previamente ha sido reforzada. Por ejemplo, retiraremos la atención que funciona como reforzador ante conductas desafiantes. Este procedimiento es más lento que otros métodos de reducción de conductas, e inicialmente incluso suele producir un incremento de la respuesta, así como importantes variaciones en su topografía; pero si se mantiene la extinción, progresivamente comenzará a disminuir hasta su eliminación completa. Es una técnica muy útil para eliminar problemas de conducta. Se emplea cuando existen episodios intrusivos o explosivos que provocan situaciones de conflicto con educadores o familiares. Para su aplicación debe ignorarse la conducta problemática que realiza el niño desde su comienzo. Por ejemplo, si la familia acude a un restaurante a almorzar y el niño muestra conductas negativas y desafiantes continuas, hay que ignorar esa intromisión. Las primeras veces que se opta por ignorar ese comportamiento inapropiado se produce un incremento del negativismo y el desafío, ya que el niño estaba acostumbrado a ser el centro de atención y ha dejado de serlo.

Un segundo grupo de técnicas conductuales permite incrementar las conductas positivas. Entre ellas figuran las siguientes:

  • Técnica de utilización de reforzadores. Los reforzadores son elementos que se asocian a una buena conducta para que se incremente la probabilidad de su aparición. Pueden ser tangibles (un pequeño regalo asociado a la conducta positiva) o intangibles (una alabanza, una caricia…). Por ejemplo, si un niño se pelea diariamente con otros niños en clase y un día no lo hace, en ese momento se utilizará el reforzador. En cuanto a los castigos, deben reservarse para los comportamientos disruptivos significativos. Para el empleo de castigos conviene tener en cuenta las siguientes consideraciones:
  • Deben ser poco frecuentes y de poca duración. De nada sirve, por ejemplo, una semana sin ver la televisión.
  • El castigo se formula sin adjetivos descalificadores sobre la persona. En lugar de decir, por ejemplo, «eres malo por haber roto el jarrón», se dice: «romper el jarrón está mal hecho».
  • Se debe añadir un componente emocional al comunicar el castigo. Por ejemplo, acabar diciendo: «mamá y papá están muy tristes por ello» o «me siento mal con lo que ha ocurrido».
  • Técnica de la economía de fichas. Consiste en registrar las conductas positivas del niño y, cuando éste consiga un número de registros pactado entre él y el registrador, asociar un reforzador positivo. Por ejemplo, se registra en una hoja el día en el que el niño no tiene conductas desafiantes en su relación con la familia, y cada 10 registros se le premia con una tarde en el cine. En definitiva, se trata de un procedimiento dirigido a establecer un control estricto de la conducta de una o varias personas sobre un determinado ambiente. La idea básica es establecer o reorganizar las contingencias ambientales mediante el control de los estímulos reforzadores existentes en éste. Para conseguirlo se utiliza un reforzador generalizado, artificialmente establecido para esta tarea, cuya emisión puede controlarse de manera concreta.
  • Técnica del contrato de contingencias. Es una alternativa a los programas de economía de fichas. Consiste en redactar un documento que explicite las acciones que el paciente está de acuerdo en realizar y establezca las consecuencias del cumplimiento e incumplimiento del acuerdo. Un contrato de contingencias es un documento que recoge los resultados de una negociación. Se establece por escrito después del periodo en el que el educador o el familiar del niño discuten de un tema sobre el que existen posturas distantes. Al finalizar la negociación, se plasman en el documento sus resultados y se mencionan los objetivos y las concesiones que las dos partes han realizado. El documento también debe recoger las consecuencias de que alguna de las dos partes rompa el contrato. Al final, las dos partes firman el documento.

Psicoterapia cognitiva

Consiste en procedimientos encaminados a reestructurar los pensamientos del sujeto para lograr cambios en su conducta. Comprende una serie de técnicas dirigidas a modificar los pensamientos, creencias o actitudes del paciente. Las más importantes son las técnicas de autoinstrucciones, que consisten en autoverbalizaciones que sirven como instrucciones que el niño se va diciendo en voz baja para mejorar su comportamiento. Otras son los programas de autocontrol o de control del diálogo interno. A diferencia de la psicoterapia conductual, para utilizar la psicoterapia cognitiva se requiere el aprendizaje y entrenamiento de una serie de habilidades terapéuticas complejas. Por ese motivo, no se recomienda su utilización por parte de terapeutas no experimentados14,17.

Tratamiento farmacológico

Los psicofármacos se utilizan en los TC graves, cronificados y cuando la respuesta terapéutica a la psicoterapia es escasa. No existe un tratamiento específico ni protocolos bien establecidos. Tampoco se conoce el mecanismo exacto por el que el tratamiento farmacológico es útil en niños y adolescentes con TC.

Las primeras experiencias en la utilización de psicofármacos en niños con problemas de comportamiento se remontan a la década de 1950, cuando se utilizaron neurolépticos típicos en pacientes con retraso mental. No obstante, la primera revisión sistemática sobre el tema no se publicó hasta finales de la década de 1990, lo que refleja las dificultades en esta área.

Los psicofármacos que han mostrado efectividad son los neurolépticos, los psicoestimulantes, la atomoxetina, la guanfacina y los antiepilépticos19,20.

Los neurolépticos atípicos en dosis bajas pueden disminuir el oposicionismo, las conductas desafiantes y la sintomatología disocial. El más estudiado en niños es la risperidona, aunque también se utilizan la quetiapina, la olanzapina o el aripiprazol, si bien no figura la indicación en la ficha técnica. Respecto a la risperidona, no existe una dosis óptima establecida; en niños menores de 6 años se recomienda comenzar con una dosis de 0,5 mg/día (dividida en dos tomas, mañana y noche) e ir aumentando según la respuesta y la tolerancia hasta 1 mg/día. En niños mayores de 6 años se puede llegar a 2-3 mg/día y en adolescentes hasta 5-6 mg/día. Existe presentación en solución, lo que facilita la dosificación en los niños más pequeños. Los efectos secundarios suelen ser leves y bien tolerados. Los más comunes son la sedación y el incremento de peso20.

Los psicoestimulantes como el metilfenidato o el dimesilato de lisdexanfetamina (los dos únicos comercializados en España) son útiles en la regulación de la impulsividad y favorecen el control inhibitorio y la autorregulación del comportamiento. Su efectividad es mayor cuando existe comorbilidad con el TDAH.

La atomoxetina y la guanfacina actúan de la misma manera que los psicoestimulantes, aunque su efectividad está menos demostrada en los TC.

Los antiepilépticos se han utilizado para regular las oscilaciones en el estado de ánimo que pueden ir acompañadas de irritabilidad y para controlar conductas impulsivas. Los resultados sobre su efectividad son contradictorios, aunque el fármaco que parece tener mayor utilidad es el divalproato.

Otras intervenciones

Los omega 3 desempeñan un papel relevante en el sistema nervioso central; son esenciales para el funcionamiento normal del cerebro, incluyendo el desarrollo de las habilidades neuropsicológicas. Se ha estudiado la utilidad de la suplementación nutricional con omega 3 en la regulación conductual, la mejora de la atención y la del rendimiento académico. En los estudios con resultados positivos, el tiempo de suplementación para la obtención de resultados es superior a 6 meses. En general, el tamaño del efecto en estos estudios es muy pequeño. Otras técnicas que se han propuesto, como el neurofeedback, cuentan con escasa evidencia científica.

Cuando la intervención terapéutica no es efectiva, es posible recurrir a una modalidad de intervención mediante ingreso en un centro de protección.

Debido a ello, el 27 de febrero de 2015 se publicó en el Boletín Oficial de las Cortes Generales el Proyecto de Ley Orgánica de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia, en el que se regula como novedad importante el ingreso de niños y adolescentes en centros de protección específicos para menores de edad con problemas de conducta. Para efectuar el ingreso se requiere una autorización judicial. La autorización la puede solicitar el Ministerio Fiscal o la entidad pública con competencias en la evaluación familiar, dentro del área de servicios sociales. El acogimiento residencial en estos centros se realizará cuando no sea posible la intervención a través de otras medidas de protección. No podrán ser ingresados en estos centros los menores que sufran trastornos mentales que requieran un tratamiento específico por parte de los servicios de salud mental o de atención a personas con discapacidad.

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