MÓDULO 7

Tema 13. Violencia y agresividad en la adolescencia

L. Rodríguez Molinero, C. Imaz Roncero

Resumen

Agresividad y violencia son conceptos diferentes, pero en la práctica se confunden. La primera es adaptativa y está relacionada con la supervivencia y las condiciones genéticas del adolescente. La otra es desadaptativa, su fin es producir daño y tiene un componente aprendido. Nadie duda de los niveles de agresividad y violencia de nuestra sociedad más cercana. Es un problema de salud pública, porque altera la paz familiar y social, impidiendo el buen trato y el clima adecuado para el crecimiento del adolescente. Los niños y adolescentes suelen ser víctimas, y en ocasiones protagonistas, de situaciones violentas. Desde la aprobación de los Derechos Humanos por la ONU (1948) y posteriormente de los Derechos del Niño (1989), de obligado cumplimiento por los países firmantes, ha cambiado el trato social hacia el niño y el adolescente. La sociedad se esfuerza por neutralizar las situaciones proclives a generar violencia. El objetivo de este tema es proporcionar información a los profesionales de la salud relacionados con la adolescencia para prevenir y detectar situaciones de violencia en los pacientes que pasan por las consultas y presentan signos y síntomas de ello.


«Puesto que las guerras nacen en la mente de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los argumentos de la paz»
Postulado constitucional de la UNESCO

«Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres»
Pitágoras

Introducción

Quien tenga la costumbre de escuchar la radio, leer el periódico o ver la televisión al levantarse, todos los días se encuentra con numerosos episodios violentos: en otros países, en el nuestro, en el barrio, en la vecindad, e incluso –aunque sin emerger en los medios de comunicación– en la propia casa. Vivimos rodeados de violencia, y hasta podría decirse que ya nos hemos acostumbrado a ella. Nos estamos insensibilizando. En este contexto, necesitamos hacer abstracción, ser críticos y analizar lo que nos pasa.

La humanidad registra una tendencia a conductas violentas desde sus orígenes. El Homo sapiens, a medida que fue incorporando conocimientos y tecnologías, desarrolló también lo que Plauto plasmó, ya en el siglo II a.C., en la frase «Homo homini lupus» (dice exactamente Plauto: «Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre cuando desconoce quién es el otro»). En los orígenes de nuestra cultura aparece la muerte de Caín a manos de Abel (Génesis 4:2-26), al parecer por envidia. La violencia no tiene relación con la enfermedad mental, como en ocasiones nos transmiten los medios de comunicación, sino con la ambición, el orgullo, la dominación, la ira…

Se sigue relacionando violencia y enfermedad mental. En un estudio sueco (Mirnezami et al., 2016) sobre la evolución del estigma entre 1976 y 2014, se mantiene que una cuarta parte de la población todavía piensa que «las personas con enfermedades mentales cometen más actos violentos que otros». En dicho estudio no se encuentran cambios sustanciales con el paso del tiempo en las actitudes hacia las enfermedades mentales y las personas que las padecen.

El objetivo que nos proponemos en este artículo es elaborar unas líneas breves sobre los factores que influyen en el empleo de la violencia, y cómo éstos pueden detectarse y abordarse desde la edad pediátrica.

Según el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), la agresividad, en una primera acepción, se define como «tendencia a actuar o responder violentamente» y, en una segunda acepción, como «propensión a acometer, atacar o embestir». Violencia, según el DRAE, es el «uso de la fuerza para conseguir un fin, especialmente para dominar a alguien o imponer algo».

Desde el punto de vista psicológico, la agresividad se considera un componente de la conducta humana encaminado a satisfacer necesidades vitales; está orientada a la conservación del individuo o de la especie, y tendría un fin adaptativo. La violencia carece de este sentido adaptativo y su fin es producir daño. La agresividad estaría ligada a comportamientos innatos y la violencia respondería más a influencias ambientales y educativas. En la práctica, ambas se encuentran muy ligadas y es difícil hacer esta separación, que es más académica que real, por tratarse de conductas complejas. Se describen dos tipos de agresiones: impulsiva (reactiva, inmediata, «en caliente») y premeditada (planificada, «a sangre fría»).

La agresividad y la violencia son causa de numerosas formas de conductas antisociales, que existen desde el principio de la humanidad. Los esfuerzos por conocer las causas de la agresividad-violencia son cada vez mayores. Se sabe que una parte de esas conductas se aprenden en las etapas iniciales de la vida. Su prevención es tarea de todos. En este trabajo se pretende resumir este fenómeno biológico y cultural durante la adolescencia.

Se dice que el hombre es el único animal que ejerce la violencia para disfrutar. Los niños y adolescentes podrían hacerse violentos por haber sido víctimas de violencia y, en consecuencia, aprenden a serlo1. Por tanto, está en nuestras manos romper ese círculo que hace que persista tal situación.

La historia de la infancia está llena de atrocidades, desde la época en que el niño se consideraba una propiedad de los padres y la matanza de inocentes por parte de Herodes, hasta la explotación laboral o sexual actual. Afortunadamente, en la segunda mitad del siglo XX (1948) se aprobaron los Derechos Humanos y, posteriormente, y como consecuencia de ello, la Convención de los Derechos del Niño en 1989, de obligado cumplimiento para los países firmantes. Esto ha cambiado radicalmente las maneras de tratar y proteger a los niños.

Magnitud de la agresividad y la violencia

Nuestro análisis sobre la violencia y la agresividad en la infancia y adolescencia viene a llamar la atención sobre un problema, en definitiva, de salud pública, debido a su magnitud y trascendencia y a la fragilidad de los grupos sociales que las componen.

La violencia es una causa de alta mortalidad y morbilidad, e implica enormes costes económicos y humanos. Es un problema que afecta a todo el mundo. En la actualidad, 52 países ya han prohibido los castigos físicos en cualquier lugar, y 55 más se han comprometido a ello2,3.

En un estudio independiente de carácter internacional se concluye:

  • Ninguna forma de violencia contra los niños es justificable y toda la violencia es prevenible. Los niños nunca deben recibir menos protección que los adultos.
  • Existen el conocimiento y la capacidad para poner fin a la violencia contra los niños. Hace falta compromiso moral, social y político.
  • Para que los Estados apliquen estas recomendaciones es necesaria la colaboración de organismos internacionales y regionales, organizaciones no gubernamentales y asociaciones comunitarias, profesionales, madres, padres y niños y adolescentes4.

En un informe del Centro Reina Sofía para el estudio del maltrato infantil se describe que en España, en 2012, la prevalencia de dicho maltrato en el tramo de edad de 8-11 años era del 5,05%, en el de 12-14 años del 4,65% y en el de 15-17 años del 2,90%. En una encuesta realizada por Save the Children en España en 2016, el 9,3% de los estudiantes encuestados refería haber sufrido acoso tradicional en los últimos 2 meses.

Factores etiopatogénicos

El conocimiento de la fisiología de la violencia se basa en estudios realizados en animales y en la patología del sistema nervioso central (SNC), ya sea tumoral, infecciosa o quirúrgica. Además, los estudios de neuroimagen y las conexiones cerebrales han puesto de manifiesto la relación entre las diferentes estructuras del SNC. Las estructuras cerebrales implicadas en la agresividad-violencia son: corticales (corteza prefrontal), subcorticales (hipotálamo, amígdala y núcleo accumbens) y mesencefálicas (área tegmental y núcleos del rafe). Todas estas estructuras se encuentran unidas por redes neuronales que usan neurotransmisores específicos: catecolaminas, serotonina, glutamato y GABA. Pero, sin duda, la serotonina es el principal neurotransmisor relacionado con la agresividad y la violencia. Se produce en los núcleos del rafe, y desde allí sigue las vías serotoninérgicas a numerosas regiones encefálicas, en este caso a los núcleos septales y al área frontal. Unas tasas elevadas de serotonina se relacionan con un bajo nivel de violencia e impulsividad, mientras que unas bajas tasas de serotonina aumentan la frecuencia de reacciones agresivas de tipo impulsivo. El SNC del adolescente en su desarrollo sufre cambios estructurales: unas conexiones se atrofian y otras se desarrollan (poda neuronal).

Este desarrollo madurativo se produce por áreas, desde la parte posterior, o nucal, hasta la anterior, o frontal. La corteza prefrontal es la última en madurar. Se calcula que no termina hasta cerca de los 20 años, y es proporcionalmente mayor que la de cualquier otro ser vivo. Es la sede de las funciones más propiamente humanas (planificar el trabajo, tomar decisiones, inhibir comportamientos no deseables, controlar los impulsos, valorar los riesgos, facilitar las interacciones sociales…) y el sustrato de la autoconciencia. Sin embargo, el sistema límbico es la base de nuestras emociones y recompensas; en nuestros ratos de alegría y cuando hacemos cosas emocionantes, produce una descarga de dopamina que nos da placer. En los adolescentes estas reacciones son más intensas que en los adultos. Durante la maduración cerebral se integran ambos circuitos, frontal y límbico, fortaleciéndose a medida que se van consolidando las habilidades mentales.

Factores neurobiológicos y genéticos

El neurodesarrollo cerebral se inicia ya desde la concepción, y continúa durante la infancia y la adolescencia. Cualquier acontecimiento puede provocar en el individuo circuitos alterados, susceptibles de originar problemas psicopatológicos. Se han encontrado niveles bajos de neurotransmisores en cerebros de ratas sometidas a una separación precoz de sus madres; esta disminución, asociada a una estimulación del eje hipotálamo-hipófisis, sensibilizaría algunos circuitos neuronales. También se ha encontrado una correlación entre los esteroides maternos y la neurotoxicidad fetal, que genera, a su vez, cierto riesgo de psicopatología.

Los neurotransmisores implicados en la agresividad (dopamina, noradrenalina, vasopresina y serotonina) se activan indirectamente a través de la sensibilización de algunos circuitos a los estímulos ambientales5,6. A partir de estudios de electrofisiología se conocen las estructuras cerebrales implicadas en la violencia: sistema límbico, áreas ventromediales del hipotálamo, lóbulos frontales, temporales y orbitofrontales. Los estudios realizados en modelos animales sugieren que estas alteraciones facilitan la agresividad; sin embargo, los estudios clínicos son limitados y contradictorios. También hay estudios que demuestran la relación entre los acontecimientos obstétricos-ginecológicos y la psicopatología del adulto7.

Existe evidencia de que la genética condiciona la mayor o menor sensibilidad ante los factores ambientales. Los genes controlan de qué forma los factores ambientales modifican un sistema nervioso en pleno desarrollo. Por otro lado, los genes determinan las distintas formas de respuesta ante la exposición a los factores de riesgo ambiental7,8.

Factores psicológicos

Uno de los factores psicológicos más trascendentales es el apego, basado en la experiencia afectiva que el recién nacido y el lactante tienen con sus figuras materna o paterna. Se inicia en el nacimiento y se fortalece durante los primeros años de vida. La protección y los cuidados que se prodigan al niño le hacen sentirse seguro en la vida. Esto constituye uno de los mecanismos psíquicos protectores más importantes para la vida adulta. Por otro lado, la interrupción temprana de la relación afectiva entre el niño y la madre se asocia a trastornos psiquiátricos en el niño y el adolescente, que incluyen la depresión9.

La impulsividad es muy común entre los niños y adolescentes con conductas violentas. Es la actuación directa ante una situación, sin pensar en las consecuencias de la conducta adoptada. Esto favorece muchas reacciones desmedidas, en la mayoría de los casos con posterior arrepentimiento y sentimiento de culpa. Las teorías conductistas sugieren que la impulsividad puede ser moderada (controlada) por medio de condicionantes ambientales7.

El término «biopsicosocial» relaciona las vertientes biológica, psicológica y social de las personas. Aceptando que la vida de cada individuo pasa por varios estadios, hay que admitir que en cada uno de ellos se producen influencias contextuales distintas. Por ejemplo, durante la etapa prenatal, la influencia biológica es determinante; en la infancia temprana, el ambiente más importante es el familiar, mientras que en la adolescencia, la influencia de la escuela, los amigos y lo social es decisiva. Se trata de entender que los microsistemas embarazo, familia, escuela y barrio son influyentes, tanto positiva como negativamente10.

Los cambios en los modelos de familia o el aumento de las familias monoparentales han dado lugar a la denominada «figura del padre ausente», en el sentido de ausencia del rol masculino. La especial fragilidad de las familias monoparentales las convierte en víctimas de hombres frecuentemente agresivos y perversos, propiciado por el deseo de control sexual, emocional y económico sobre la mujer (madre, rol femenino). La desprotección física y psicológica de estas familias aumenta la debilidad de sus miembros. En Estados Unidos se ha demostrado que los hijos de familias disfuncionales presentan una mayor incidencia de explotación sexual y de ataques físicos relacionados con su condición de inferioridad. Son personas expuestas a sentir una mayor frustración, abusar de las drogas y recurrir a conductas criminales para obtenerlas. Presentan una «desnutrición» afectiva, una falta de estímulo y de protección. Estos niños son frecuentemente dominados por adolescentes agresivos.

Una modalidad distinta, aunque funcionalmente similar, se produce cuando la crianza se deja en manos de otras personas (empleadas de hogar, niñeras…), originándose una influencia sobre el niño de una persona ajena al estilo de los padres biológicos. En la mayoría de los casos, las personas que se ocupan del cuidado de estos niños proceden de un medio de cultura y educación carenciales que tienden a repetir, con lo que contribuyen aún más a la «desnutrición» social y a la pérdida de oportunidades educativas y afectivas11.

Comentario especial merece el caso del adolescente «psicopático», término discutido por muchos autores. Si tenemos en cuenta que entre los rasgos evolutivos del adolescente están la búsqueda de identidad y el deseo de experimentar conductas transgresoras, que pueden desaparecer más tarde, podemos comprender también la presencia de ciertas conductas delincuenciales. Hay algunas conductas psicopáticas que desaparecen con el desarrollo, por lo que podríamos hablar de «normalidad» adolescente. Esto no significa que algunos adolescentes normales puedan terminar como adultos psicópatas, pero la probabilidad es 10 veces menor.

Sin embargo, otros individuos presentan rasgos de personalidad psicopática. Los adolescentes de este grupo no se adaptan a ninguna contención, esquemas o represión; presentan impulsividad (respuestas inmediatas y violentas), falta de afectividad o apatía emocional y amoralidad. Las características personales y el entorno social carencial facilitan el fracaso escolar, las adicciones y la relación con los padres de comportamientos marginales (violentos, antisociales o delincuentes). Según actúen estos elementos en un contexto carente de normas y modelos, el adolescente entrará en la espiral de delincuencia que se agravará a medida que aumente la convivencia con adultos delincuentes12.

Factores agresores sociales

La agresión social se manifiesta en la inclusión o exclusión social del niño o el adolescente a través de las relaciones y actividades cotidianas: desvalorización sistemática de los logros (académicos, deportivos, creativos o sociales), recriminaciones, mofas y burlas, difusión de bulos, rumores y sospechas, y hasta insultos y ataques verbales.

La pobreza y las malas expectativas de calidad de vida obligan a miles de familias a emigrar: del campo a la ciudad, de la ciudad a las afueras… Esta situación aumenta la lasitud de algunas familias, que son discriminadas por causas culturales, sociales, económicas y religiosas. Sometidas a la presión de jerarquías sociales competitivas, sucumben ante actitudes de sobreprotección o rechazo, incapaces de cubrir las necesidades afectivas básicas de sus hijos, aunque mejoren sus condiciones económicas13.

En nuestra sociedad, llamada de consumo, industrial y de producción, los medios de comunicación tienen una importancia relevante, tal como recoge la teoría del aprendizaje social de Bandura. Entre los diversos medios, la televisión es y ha sido un elemento modulador de la conducta del niño y el adolescente. Si bien reconocemos el lado positivo de la televisión, por su aportación a la cultura y la educación, cabe destacar que numerosos estudios revelan también sus efectos negativos, especialmente en los niños de menos de 3 años. La televisión afecta al desarrollo neurológico tanto como al físico y, por tanto, debe considerarse un agente nocivo en el desarrollo temprano. El daño se produce tanto por el contenido de los programas y la publicidad como por las características tecnológicas y del proceso de imágenes, que interfiere en la relación cercana del niño en los primeros años de vida (interacción directa)14,15.

Al analizar la relación entre la televisión y las conductas violentas, numerosos estudios confirman el efecto directo que tienen las imágenes violentas de los programas televisivos. Últimamente algunos investigadores confirman que existe una relación entre las imágenes de violencia de programas documentales e informativos y la percepción para el niño de que el mundo es hostil y peligroso. Ello le provoca un mayor temor hacia el mundo que lo rodea (estrés), una menor sensibilidad hacia el sufrimiento y dolor ajeno (apatía), y una relación agresiva y temeraria (agresividad).

«Las imágenes de miedo, horror, peligro y violencia golpean el hemisferio derecho con más violencia que el izquierdo, y las personas en quienes domina ese hemisferio pueden sentirse tan golpeadas y agobiadas que ni siquiera las historias que cuenta el hemisferio izquierdo logran calmarlas.» (Diane Ackerman)

Se han realizado experimentos, mediante tomografía computarizada por emisión de positrones, que han demostrado que la visión real de imágenes, o su evocación, produce la activación de las mismas áreas cerebrales. Esto quiere decir que imaginar algo detalladamente o verlo resulta la misma experiencia cerebral. Pensemos en lo que esto implica acerca de las escenas de violencia en televisión. La evocación mental genera niveles de estrés que son comparables al estrés postraumático, mucho más en los niños que asumen con normalidad que lo que se muestra en televisión constituye el mundo real.

Tampoco debemos dejar de lado el papel que tienen los medios de comunicación en generar un culto al consumo. Según un ejecutivo del canal 1 de la Televisión de Francia (TF1), la función de la televisión es «vender tiempo del cerebro humano a los anunciantes»16. La publicidad manda consumir, y la economía lo prohíbe. Las órdenes de consumo, obligatorias para todos pero imposibles para la mayoría, se traducen en invitaciones al delito. Esto es así en particular en los países donde la justicia social se halla reducida a la justicia penal17.

La confusión del «tener» como esencia del «ser» genera uno de los principales motivos de discriminación entre los adolescentes. Esta confusión trae como consecuencia la invasión o la exclusión violenta del otro y el estímulo de conductas de riesgo para alcanzar el objeto.

«Golpea antes de que te golpeen», aconsejan los maestros electrónicos de los videojuegos. Algunas investigaciones actuales concluyen que los medios interactivos (videojuegos, juegos en red, etc.) tienen un efecto más intenso y duradero sobre las conductas del usuario que las formas pasivas, como la televisión y el cine. Numerosos estudios demuestran que después de jugar con videojuegos violentos, los niños y los adolescentes se vuelven insensibles a la violencia, manifiestan actitudes y conductas agresivas y actúan con hostilidad.

Algunas teorías postulan que la exposición a la violencia en la ficción actúa como elemento de catarsis, reduciendo la agresividad mediante la liberación de la hostilidad; sin embargo, para demostrar estas teorías se llevaron a cabo estudios que hallaron un ostensible incremento de la agresividad, debido a la reducción de los niveles de inhibición.

En los metaanálisis relativos a este tema se ha llegado a la conclusión de que existe una correlación más estrecha entre la exposición a la violencia en los medios de comunicación y el comportamiento agresivo que entre no usar preservativo y padecer sida por transmisión sexual, o entre la exposición al plomo y el bajo cociente intelectual, o entre la exposición pasiva al humo de tabaco y el cáncer de pulmón, o entre el consumo de calcio y el aumento de masa ósea18-20.

La escuela, un factor clave en los aprendizajes violentos, tiene un importante papel modelador en la formación de los niños. Su poder de socialización, transmisión de pautas, conocimientos y valores es fundamental y prioritario en las primeras etapas del desarrollo infantil. Sin embargo, entra tarde en la vida de los niños, pues la mayoría ingresa en el sistema de educación con 4 o 5 años, cuando las bases del desarrollo de la persona ya están afianzadas y, en algunos casos, cuando las oportunidades de modificarlas ya se han perdido.

A pesar de la importancia de estas funciones asignadas a la escuela, los expertos la consideran un ambiente carencial, en el que los niños y adolescentes sólo adquieren conocimientos, sin herramientas de pensamiento autónomo ni demasiadas habilidades sociales21.

La mayor parte de los hechos violentos cometidos y recibidos por niños, niñas y adolescentes se registran en el ámbito escolar y en horarios de clase. Sorprendentemente, a la vez que reconocen haber participado en actos violentos, la mayoría de ellos no se ven a sí mismos como personas violentas22.

La deficiencia de la formación escolar, desde el punto de vista de la educación social y afectiva del individuo, se agrava por la interferencia de elementos que afectan directa o indirectamente a la comunicación y el lenguaje. La televisión desplazó a la lectura, pero no reemplazó el poderoso estímulo que leer representa para el desarrollo cerebral y la adquisición de lenguaje. La falta de tiempo de comunicación y la carencia de elementos para expresar los sentimientos y vivencias, modelando y reforzando la construcción del yo, son factores importantes en el fenómeno de la violencia, como dice claramente Michèle Petit: «Cuando una persona no cuenta con las palabras para pensarse a sí misma, para expresar su angustia, su coraje, sus esperanzas, no queda más que el cuerpo para hablar: ya sea el cuerpo que grita con todos los síntomas, ya sea el enfrentamiento violento de un cuerpo con otro, la traducción en actos violentos».

Los actos violentos están sujetos a un gran sistema de relaciones interpersonales, en que las emociones, los sentimientos y los aspectos cognitivos están presentes y configuran parte del ámbito educativo. Asimismo, están ligados a las situaciones familiares de cada alumno y al ámbito social de la escuela. La violencia escolar está conectada a la cultura envolvente y a las estructuras de la sociedad, a la influencia del grupo, al papel de la familia, de la escuela, de las pantallas, de los medios de comunicación y de la sociedad en general23.

Caso especial constituye la intimidación (bullying). El acto de molestar o intimidar es todo comportamiento violento o agresivo intencional, que implica un desequilibrio de poder o de fuerzas, y que se repite en el tiempo. Un niño o niña que está siendo molestado o intimidado tiene dificultades para defenderse, pues se percibe en inferioridad de condiciones. Las formas de intimidar pueden ser directas (contacto físico, visual o verbal directo) o indirectas (bulos, cartas anónimas o intimidatorias, correo electrónico, SMS, etc.). Las modalidades incluyen determinadas conductas, como golpear o empujar (intimidación física), hacer burla o insultar (intimidación verbal), amenazar con gestos, rumores o exclusión del grupo (intimidación no verbal o emocional), incluso utilizando el correo electrónico, los foros de internet y el teléfono móvil, y las formas que incorporan las tecnologías de manejo de imágenes (cámaras fotográficas en teléfonos u ocultas, edición de vídeo y retoque o modificación fotográfica digital). Esta última se denomina «ciberintimidación». La intimidación debe distinguirse de los actos violentos de otro tipo. En la intimidación, la relación entre la víctima y el agresor es asimétrica, reiterada en el tiempo y, muchas veces, oculta y desconocida por los adultos que conforman el sistema escolar y familiar. Los actos de violencia que se producen en estos dos contextos responden a diferentes causas, y no deben confundirse, pues la forma de afrontar y erradicar uno y otro tipo de violencia requiere intervenciones diferentes.

Los intimidadores manifiestan agresividad hacia los maestros y una actitud proclive a la violencia y el uso de medios violentos para someter a otros. No sienten empatía por las víctimas de intimidación o agresión. Les satisface mantener el control (dominación) de los demás y tienen fuertes deseos de poder. No muestran baja autoestima y sus niveles de ansiedad e inseguridad son bajos.

Por otro lado, las víctimas de intimidación, en general, son físicamente más débiles y pequeñas. Son personas cautelosas, sensibles y tranquilas, y reaccionan de forma pasiva (llorando o retrayéndose) y con mayor angustia. Suelen estar solas y abandonadas en la escuela y se sienten fracasadas, estúpidas, avergonzadas y poco atractivas. Otro grupo de víctimas, denominado «víctimas provocativas», se caracteriza por un comportamiento instigador hacia el intimidador con una fuerte carga de angustia, alentando la agresión.

Debemos subrayar que la intimidación genera consecuencias que afectan directamente a la salud de los niños y adolescentes, además de perturbar el proceso de aprendizaje. Las víctimas, los agresores y los testigos se ven afectados de diferente forma, pero siempre con resultados perjudiciales.

Para las víctimas de intimidación, la escuela se transforma en un espacio hostil y peligroso, y su vida escolar transcurre en permanente angustia y temor. Este temor genera depresión, baja autoestima y absentismo crónico, que en ocasiones pueden llegar al suicidio o al asesinato24. Las matanzas que conmocionaron a la opinión pública, como las de Columbine (Estados Unidos), Carmen de Patagones (Argentina) y Virginia Tech (Estados Unidos), refuerzan este último concepto: los niños y adolescentes intimidados pueden reaccionar de forma violenta y descontrolada25-27.

Por otro lado, se ha descrito que los adolescentes agresores presentan conductas criminales en la edad adulta. Un estudio de 1991 encontró que el 60% de los varones clasificados como agresores en la etapa escolar tenía, por lo menos, una condena criminal a los 24 años, y el 35-40% presentaba tres o más condenas a esa edad, frente a un 10% de la población de control que no fueron agresores ni víctimas en su edad infantil. Sólo por esta razón, estamos obligados a movilizar todos los recursos humanos y técnicos posibles contra la intimidación. La apatía de los adultos transmite a los niños un mensaje erróneo: que este comportamiento es permitido, aceptable y premiado, todo lo cual produce un refuerzo positivo de la actividad criminal en la edad adulta24.

Clínica

El niño o adolescente puede ser origen o causante de violencia, pero también víctima de ella. En este caso, pueden ser víctimas de compañeros, del bullying o el acoso escolar; pero también puede producirse en el propio hogar, donde los castigos corporales se siguen practicando como mecanismo de conseguir disciplina, o si existe un patrón de violencia intrafamiliar. En cualquiera de estas situaciones, la violencia es una amenaza para la salud (Thackeray et al., 2010) (Committee on Injury, Violence, and Poison Prevention, 2009).

Y sabemos que la violencia genera violencia, no sólo desde una perspectiva social, sino también personal y evolutiva. Se ha descrito que el maltrato infantil representa un riesgo significativo para el desarrollo de rasgos psicopáticos, así como comportamientos de riesgo, como involucrarse en la violencia, tener relaciones sexuales con desconocidos y consumo de alcohol en atracón (Carlson et al., 2015).

La clínica del agresor tiene que ver con el tipo de agresión realizada: existe una agresión más impulsiva o reactiva frente a otra más programada e intencional. Hay muchas formas de clasificar la agresividad, y se han descrito subtipos que nos permiten profundizar sobre dichas manifestaciones. Así, hay agresión abierta-encubierta, reactiva-proactiva, instrumental-hostil, ofensiva-defensiva, relacional-indirecta (Imaz Roncero et al., 2013).

Cuando la agresividad del agresor es de carácter impulsivo o reactivo, es preciso evaluar la presencia de cuadros clínicos en los que la impulsividad es significativa, como el TDAH, los trastornos del control de impulsos o, incluso, los trastornos relacionados con el uso y el abuso de sustancias.

En las conductas más programadas e intencionales se deben investigar los rasgos psicopáticos en el trastorno de conducta, pero también en la agresividad prosocial, que es normativa para su grupo social. Esto ocurre en las minorías marginales, en que el robo y la violencia son medios habituales de subsistencia, pero también en sectores económica y socialmente poderosos, en la utilización de las personas como medios para satisfacer sus necesidades.

Es importante señalar que el único diagnóstico relacionado con la personalidad expresamente prohibido en los menores de 18 años es el trastorno antisocial de la personalidad, para evitar estigmatizar a los adolescentes y hacer una construcción social que pueda dificultarles un desarrollo más adecuado.

También se han descrito otros casos de formas de agresividad más caracterial o emocional que responden al fracaso en la interacción con los demás. El cuadro más típico sería el trastorno negativista desafiante, pero también el que se puede presentar en los cuadros depresivos (Yu et al., 2017) o en el controvertido trastorno de desregulación perturbador del estado de ánimo.

Ante una conducta agresiva o violenta hay que valorar los factores etiopatogénicos individualizados, dentro del contexto familiar y social en el que se están produciendo.

Psicopatía

La psicopatía en los niños y adolescentes es un concepto que se evita por el riesgo de etiquetar a las poblaciones en desarrollo, aunque numerosas investigaciones demuestran que este trastorno se inicia en la infancia (Lynam et al., 2008), por lo que en estos casos se procura hablar más de rasgos psicopáticos que de psicopatía (Halty et al., 2011). En la clasificación DSM-5 se ha incorporado el especificador «con emociones prosociales limitadas» en los trastornos de conducta, que corresponde a ese perfil de sujetos. Este especificador incluye la falta de remordimientos o culpabilidad, insensibilidad o falta de empatía, despreocupación por su rendimiento y afecto superficial o deficiente.

Hay autores que entienden que el concepto de psicopatía es más amplio, no sólo ceñido básicamente a los aspectos emocionales sino que además presenta elementos o factores interpersonales (narcisismo) y conductuales (impulsividad) (Frick et al., 2000).

Otros autores (Salekin, 2017) inciden en esta línea, manifestando que la psicopatía infantil es multidimensional, parece observable a una edad temprana y es relativamente estable. Los rasgos psicopáticos infantiles parecen estar vinculados de manera significativa con el funcionamiento cognitivo (capacidad intelectual, perspectiva del otro), las emociones (empatía, procesamiento de la recompensa y el castigo) y la personalidad/temperamento (p. ej., conciencia, amabilidad). Además, aunque en cierta medida la psicopatía infantil se transmite genéticamente, hay pruebas que apoyan la implicación en ella de unas prácticas parentales inadecuadas en la crianza de los hijos, relacionadas con la disciplina dura e inconsistente.

Aunque el nivel de psicopatía de los niños y niñas con conductas violentas no difiere, existen diferencias significativas entre los factores subyacentes, así como en otras variables. En las niñas se observaba que estos factores eran menos antisociales, pero sus relaciones eran más inestables y su violencia estaba vinculada a sus relaciones cercanas, además de presentar más frecuentemente una historia de abuso sexual infantil. Dicha diferenciación tiene interés porque la intervención en las niñas violentas debe centrarse en el trauma sexual, las habilidades apropiadas y constructivas para protegerse contra el abuso sexual, y las habilidades sociales en las relaciones íntimas (Lindberg et al., 2016).

Autolesiones y lesionados

La autolesión se asocia a un mayor riesgo de realizar un delito violento en ambos sexos. El riesgo de violencia, así como el riesgo de suicidio y autolesión, debe evaluarse entre los individuos agresivos y en los que se autolesionan (Sahlin et al., 2017).

Las consultas por autolesión representan un pequeño porcentaje de las atenciones en los servicios de urgencias motivadas por lesiones (1,5%), pero tienen ciertas características: suelen realizarlas mujeres, pueden implicar autointoxicaciones o cortes, y se asocian a trastornos del humor y externalizantes (Ballard et al., 2015).

Las consultas de víctimas de agresión corresponden a una población vulnerable que necesita recursos específicos; son más habituales en varones con ingresos más bajos, y tales agresiones se perpetran más frecuentemente con objetos. Entre ellas podemos citar las secundarias al abuso infantil, pero también las agresiones entre iguales. Su detección es fundamental, pero, una vez detectadas, se debe vigilar el riesgo de suicidio en estos individuos, que suele ser mayor. Otro tipo de lesiones de origen o intención indeterminada suelen producirse en poblaciones de ingresos más altos, y revisten implicaciones legales, por lo que es preciso involucrar a la policía y a los servicios sociales en su detección (Ballard et al., 2015).

Para comprender la situación de las personas que sufrieron traumas durante la infancia y los riesgos de presentar posteriormente conductas autolesivas y violencia interpersonal, hay que tomar decisiones de salud pública, interviniendo en los casos atendidos en el hospital por lesiones o autointoxicaciones. Además, en estos casos no hay diferencias según la situación socioeconómica, ya que se pueden presentar en todos los grupos sociales (Webb et al., 2017).

Violencia en las relaciones de pareja

A este respecto cabe citar dos artículos publicados online: «España, ¿un país de divorciados?» (http://eldia.es/sociedad/2017-03-08/15-Espana-pais-divorciados.htm) y «España, uno de los países con mayor tasa de divorcios» (http://www.elperiodico.com/es/sociedad/20140527/espana-uno-los-paises-con-mayor-tasa-divorcios-3283830).

 

En el portal de Eurostat (http://ec.europa.eu/eurostat/statistics-explained/index.php/Marriage_and_divorce_statistics) se ofrecen estadísticas sobre la situación de las familias en Europa, y se concluye que cada vez hay menos matrimonios y más divorcios, así como un aumento de los nacimientos fuera del matrimonio. Esto representa el caldo de cultivo en el que se pueden presentar conductas violentas, especialmente en los divorcios no amistosos, que en España, según el Instituto Nacional de Estadística, está muy cerca del 25% (en 2015 el 24,1% de los divorcios fue contencioso).

La expresión de sentimientos positivos hacia la expareja es un factor determinante sobre la calidad de la atención tras la separación. Otros factores, como la ambigüedad de los límites o los cambios emocionales producidos en el proceso de divorcio, se consideran relevantes respecto a la calidad de coparentalización; sin embargo, requieren valorarse durante el seguimiento. Además, es preciso ser cuidadoso con la percepción de amenaza de agresión, ya que ésta puede ser la expresión de una amenaza general que podrían presentar todos los divorciados (p. ej., miedo a perder capacidad económica o a perder a los hijos), por lo que es necesario realizar más estudios que ayuden a diferenciar los temores normales en un proceso de separación del riesgo de sufrir una agresión (Hardesty et al., 2016).

Se define la violencia íntima de pareja (VIP) como un patrón de comportamientos coercitivos que pueden incluir heridas y golpes repetidos, abuso psicológico, agresión sexual, aislamiento social progresivo, privación e intimidación. El periodo de embarazo puede aumentar el riesgo de que una mujer sufra tales abusos, y se estima que el 3-19% de las mujeres embarazadas son víctimas de VIP.

A medida que los niños se desarrollan y crecen en un hogar en el que están expuestos a la VIP, se enfrentan no sólo al riesgo de involucrarse en un acto abusivo, sino también al riesgo de presentar un trauma psicosocial significativo por la exposición a episodios abusivos. Cada uno de estos riesgos será considerado por separado.

El niño suele ser víctima colateral de una conducta de violencia intrafamiliar (VIF). Así, un niño puede ser víctima de abuso por ser simplemente mantenido en los brazos del cuidador mientras él o ella es maltratado/a; o los niños mayores pueden ser dañados mientras intentan mediar en una crisis, o simplemente defienden al cuidador maltratado.

La Academia Americana de Pediatría establece la importancia de mejorar la capacidad del médico para reconocer la VIP y sus efectos sobre la salud y el desarrollo, así como su papel en el continuo de la violencia familiar. Los pediatras están en una posición única para identificar a los cuidadores que sufren abusos en la pareja, y evaluar y tratar a los niños criados en hogares en que pueda producirse VIP. Los niños expuestos a VIP tienen un mayor riesgo de recibir abusos y sufrir negligencias, y son más propensos a desarrollar problemas de salud, trastornos de conducta, problemas psicológicos y sociales posteriormente (Thackeray et al., 2010). Por tanto, la identificación de la VIP puede ser uno de los medios para prevenir el abuso infantil e identificar a los cuidadores y a los niños que pueden necesitar tratamiento.

En la última década también ha tomado relevancia la violencia familiar en las relaciones durante la adolescencia, específicamente la violencia en las relaciones sentimentales de las adolescentes. Según la definición del caso y la metodología de la notificación, las estimaciones de la prevalencia de la violencia en las relaciones sentimentales de las adolescentes se han cifrado entre el 9 y el 46% (Committee on Injury, Violence, and Poison Prevention, 2009).

La VIP se produce desde la adolescencia y a lo largo de la edad adulta, a menudo en el contexto del matrimonio o de la cohabitación, pero se inicia desde las primeras citas, e incluye la violencia física, psicológica y sexual. Un número significativo de adolescentes experimentan violencia en las relaciones de pareja, a menudo percibiéndola como un acto sin relevancia. Desde el punto de vista social, el fenómeno de la violencia en las primeras relaciones afectivas no es algo aislado, y está reconocido como algo complejo que requiere una intervención efectiva.

Factores médicos que pueden aumentar la irritabilidad

Hay múltiples situaciones médicas que es preciso controlar porque pueden aumentar los niveles de irritabilidad y, consecuentemente, los episodios violentos. Algunos cuadros clínicos, y en ocasiones su tratamiento, pueden aumentar la irritabilidad y la violencia:

  • Las crisis epilépticas pueden ser causa de un aumento de la irritabilidad y la agresión, pero también los tratamientos antiepilépticos (como levetiracetam, topiramato, valproato, etc.).
  • Las apneas del sueño, que también pueden presentar los niños.
  • Especialmente en los servicios de urgencias en que se atienden casos de intoxicación o abstinencia tanto de alcohol como de nicotina, cannabis y, por supuesto, otras sustancias de menor frecuencia de consumo (cocaína, LSD, etc.).
  • Por supuesto todos los procesos que conlleven cualquier traumatismo o lesión cerebral.
  • Las benzodiacepinas, especialmente las de vida corta (midazolam…), que se emplean como inductores de anestesia para procedimientos médicos, podrían producir efectos rebote con incrementos de la agresividad.
  • Los estimulantes beta, frecuentemente utilizados como broncodilatadores, pueden aumentar el nerviosismo, la ansiedad y la hiperactividad (Hadjikoumi et al., 2002) y, por tanto, provocar comportamientos agresivos.
  • También se ha descrito que los fármacos psicoestimulantes utilizados en el TDAH, aunque suelen disminuir la inquietud, pueden provocar un efecto rebote que podría favorecer los episodios de alteración. Además, se han descrito casos de falta de efectividad de estos fármacos, lo que podría aumentar la irritabilidad de los pacientes (Stuckelman et al., 2017). La atomoxetina también genera irritabilidad como efecto secundario frecuente, tal como se refleja en su ficha técnica.
  • Los tratamientos con corticoides y otros tratamientos hormonales, además de cuadros neuroendocrinos como el síndrome de Prader-Willi, son situaciones más específicas, al igual que los tratamientos retrovirales, que también hay que tener en cuenta.
  • Los antidepresivos (Sharma et al., 2016) también se han relacionado con el incremento de la conducta agresiva.

En este sentido, no pretendemos ser exhaustivos, pero sí ayudar a considerar los factores médicos que pueden influir en la situación clínica, especialmente importante cuando hay otros factores de riesgo (marginalidad, étnicos, etc.) que pueden hacernos olvidar la influencia multifactorial. Así, un tratamiento médico o una situación clínica aparentemente poco relacionado con la conducta agresiva puede favorecer la presencia de violencia en contextos sanitarios y empeorar la relación y la intervención clínica.

Evaluación y manejo inicial

En muchas ocasiones, un hecho violento es la culminación de un patrón de comportamiento gradual y creciente, que puede empezar por muestras de inquietud (los sujetos se mueven agitados e irritables, realizan agresiones verbales, hacen gestos o amenazas, golpean objetos…) y culminar en un ataque o agresión. Si el patrón de comportamiento observado se desarrolla gradualmente, permite más posibilidades de prevención, manejo y desactivación.

De acuerdo con las directrices NICE Guideline de 2015, se parte de una evaluación de las conductas presentes y un análisis de la experiencia previa, así como las intervenciones y los contactos con los diferentes servicios realizados previamente; la naturaleza, gravedad y duración del (de los) problema(s); el impacto del trastorno en el rendimiento educativo; la presencia de un problema crónico de salud física comórbido, y cualquier factor social o familiar que pueda tener un papel en el desarrollo o el mantenimiento del (de los) problema(s) identificado(s) o cualquier otra circunstancia específica. Por tanto, se deben adoptar las siguientes medidas:

  • Evaluar y tratar cualquier problema de salud mental subyacente: conductas antisociales y trastornos de conducta en niños y jóvenes, TDAH, psicosis y esquizofrenia en niños y jóvenes o diagnóstico de autismo.
  • Identificar cualquier antecedente de agresión o factores desencadenantes de la agresión, incluidas la experiencia de abuso o trauma y la respuesta previa al manejo de la violencia o agresión.
  • Identificar los factores cognitivos, de lenguaje, de comunicación y culturales que puedan aumentar el riesgo de violencia o agresión en un niño o joven.
  • Considerar la posibilidad de ofrecer a los niños y jóvenes con antecedentes de violencia o agresión ayuda psicológica para desarrollar un mayor autocontrol y técnicas de autorrelajación.
  • Ofrecer apoyo e intervenciones apropiadas a los padres de niños y jóvenes cuyo comportamiento es violento o agresivo para su edad (incluidos los programas de capacitación para padres), de acuerdo con la guía NICE sobre conducta antisocial y trastornos de conducta.

En relación con la intervención o el tratamiento, se deben plantear y discutir sus posibilidades con el niño o joven, y con los padres o cuidadores, proporcionando información sobre la naturaleza, el contenido y la duración de cualquier intervención propuesta, su aceptación y tolerancia. En tal planteamiento hay que incluir el posible impacto de las intervenciones para cualquier otro comportamiento o estado de salud mental, y las consecuencias de la continuación de la prestación de las actuales intervenciones. En dicho proceso se deben tener en cuenta las preferencias del niño o joven y, en su caso, de los padres o cuidadores, entre una variedad de intervenciones, pero hay que evitar los cambios de terapeutas en esa búsqueda de solución difícil de alcanzar.

Abordaje de la agresión

Técnicas de desactivación

La revisión de Price et al. (2015) ha sintetizado las pruebas disponibles relativas a las técnicas de desactivación como medidas para reducir la violencia. Y aunque es una estrategia de amplio uso que requiere un entrenamiento en habilidades y la modificación de actitudes en las partes que intervienen, la calidad de la evidencia existente es limitada, por lo que sólo se pueden sacar conclusiones provisionales sobre la efectividad de esta intervención.

En la guía NICE se recomienda utilizar las técnicas de desactivación de adultos modificadas para niños y jóvenes y utilizar técnicas de relajación y distracción. Además, se debe ofrecer al niño o joven la oportunidad de alejarse de la situación en la que se está produciendo la violencia o agresión (p. ej., a una habitación o área tranquila), construir puentes emocionales y mantener una relación terapéutica.

Intervenciones restrictivas

Según la NICE, las intervenciones restrictivas sólo se deben aplicar si los intentos de desactivación han fallado, y el niño o joven se comporta de forma agresiva o violenta. En los casos que requieran intervenciones restrictivas se debe asegurar y monitorizar el bienestar del niño o joven de forma cercana y continua, asegurando, en lo posible, su comodidad física y emocional. Para forzar el cumplimiento y aceptación de tales intervenciones no se deben utilizar castigos físicos, restricciones de comida o bebida, el aislamiento de los padres o cuidadores, cuando se realiza en un entorno sanitario, o el acceso a la interacción social, en todos los casos.

Contención manual

Siempre que sea posible, el control lo debe ejercer una persona del mismo sexo.

Restricción mecánica

Los usos de esta indicación son muy limitados y restrictivos. En la guía NICE se rechaza su uso en los niños; en los jóvenes se limita a los traslados en casos de restricción judicial o que presenten un alto riesgo de violencia, y retirar la medida lo antes posible.

Sedación rápida

Dicha intervención es habitual cuando la conducta agresiva se produce en un contexto sanitario, como los servicios de urgencias y emergencias:

  • En la guía NICE se recomienda la utilización de lorazepam intramuscular para la tranquilización rápida en un niño o joven, y ajustar la dosis según la edad y el peso. En España no se dispone de dicha benzodiacepina en formato intramuscular, por lo que suele usarse midazolam.
  • Si solamente hay una respuesta parcial a la benzodiacepina intramuscular, se debe verificar la dosis según la edad y el peso del niño o joven, y considerar una dosis adicional.
  • Supervisar continuamente la salud física y el impacto emocional cuando se realiza la sedación rápida en un niño o joven.

El tratamiento farmacológico a largo plazo de la agresividad supone un manejo especializado, con intervenciones psicoterapéuticas que exceden la intervención en atención primaria. Básicamente se basa en el uso de estimulantes y de α-2 agonistas en los TDAH y/o trastornos de conducta, estabilizadores del humor y antipsicóticos atípicos (Gurnani et al., 2016).

Aislamiento

La utilización de salas de aislamiento en contextos hospitalarios o el manejo del tiempo fuera en el domicilio es una herramienta básica.

En la guía NICE se plantea que si dicha intervención se produce en un contexto hospitalario, debe ser aprobada por un médico y revisada por un equipo multidisciplinario lo antes posible, y supervisada posteriormente por los responsables de la organización. Además, se rechazan ciertas actuaciones restrictivas, como dejar a un niño en una habitación cerrada con llave, aunque sea en su propio dormitorio.

Programas de mejora de la parentalidad

Los resultados a largo plazo de algunos estudios sugieren claramente que se debe ir más allá de la reforma del bienestar como una palanca clave para mejorar las vidas de los niños económicamente más desfavorecidos. Las políticas que se centran en cambiar los entornos de aprendizaje de los niños y jóvenes (p. ej., la educación de sus padres y su propia educación) representan las líneas de actuación futura más prometedoras (Chase-Lansdale et al., 2011).

Pero es precisa la intervención social, educativa y sanitaria de forma conjunta para desarrollar programas que conjuguen aspectos de escuela de padres y programas de entrenamiento para padres y/o educadores de centros de menores, como plantea la guía NICE, con otros que puedan dar soporte o seguridad por parte de una figura de referencia adulta (Bellis et al., 2017), además de otros programas más específicos para abordar problemáticas emergentes como la violencia filoparental (Programa Break 4 Change o programa de Non Violent Resistance o de «resistencia no violenta»), y otros programas de atención a la perinatalidad en los niños de 0-3 años de edad que se están desarrollando («Psiquiatría perinatal y del niño de 0-3 años», 2015), en los que se pueden realizar tareas preventivas.

Orientaciones para el clínico

Thackeray et al. (2010) ofrecen las siguientes orientaciones:

  1. Se alienta a incorporar en los programas de formación de especialistas (residencia), así como en los programas de formación continuada, la capacitación sobre la detección y manejos de la VIP y/o VIF.
  2. Los pediatras deben permanecer alerta a los signos y síntomas de la exposición a VIF en los cuidadores y niños, y considerar la realización de un posible cribado selectivo de familias de alto riesgo o exámenes universales para la identificación de evidencias de VIF.
  3. Cuando se les pregunta a los cuidadores sobre la VIP, es preciso tener un plan para responder a las situaciones detectadas en el lugar.
  4. Se alienta a los pediatras a intervenir de una manera sensible y hábil, y a tratar de maximizar la seguridad de los cuidadores y de los niños víctimas de violencia.
  5. Los pediatras deben ser conscientes de las leyes VIP aplicables en su Estado, particularmente en lo que se refiere a la denuncia de abuso o preocupaciones de los niños expuestos a este tipo de violencia.
  6. Se alienta a los pediatras a apoyar los esfuerzos multidisciplinarios locales y nacionales para reconocer, tratar y prevenir la VIP.

Para ello es preciso la respuesta de los servicios de salud mental, pero también de los servicios sociales y educativos, aunque en este momento son escasas las posibilidades para promover entornos terapéuticos que permitan la separación del joven de la familia en los casos de mala evolución. Siguen sin darse respuestas en estos casos, y hay pocas propuestas por parte de las comunidades terapéuticas o centros de menores, salvo que haya una denuncia previa, como ya manifestó la oficina del Defensor del Pueblo en 2009.

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