MÓDULO 11

Tema 21. Aspectos bioéticos en psiquiatría infantojuvenil

M. Esquerda Aresté

Resumen

En la salud mental infantojuvenil convergen dos ámbitos con problemáticas éticas asociadas: conflictos éticos derivados de la atención a menores (protección, parentalidad, menor maduro, confidencialidad) y conflictos éticos en salud mental (competencia, estigma, tratamiento involuntario, contención…). Todo ello se enmarca en un contexto social complejo, con un cambio importante en la relación profesional-familia-paciente y un importante cambio en la consideración del menor. En las últimas décadas, la demanda en salud mental infanto-juvenil se va incrementando de forma progresiva; en la sociedad y contexto actual ha aumentado su complejidad. La bioética nace como nueva disciplina que ayuda a tomar mejores decisiones en contextos de alta complejidad e incertidumbre.


Introducción

En el contexto de la salud mental infantojuvenil confluyen dos factores altamente sensibles: por una parte, los aspectos éticos relacionados con el mundo de la infancia y la adolescencia y, por otra, los problemas éticos relacionados con el ámbito de la salud mental.

Como consideración previa, cabe hacer una reflexión sobre las dificultades de aproximación de la pediatría a la salud mental, a pesar de ser un ámbito que ha experimentado un incremento progresivo de la demanda.

La formación del pediatra en salud mental solía ser escasa o irregular. No se habían establecido las competencias de los pediatras en este ámbito y, por tanto, no se disponía de una formación reglada estándar. Algunos profesionales han realizado formaciones estructuradas, pero, en general, de forma irregular.

Otra dificultad es que el abordaje en salud mental suele requerir un tiempo mayor del que se dispone habitualmente en la consulta, pero esta limitación podría estar subsanada por el alto grado de conocimiento que el pediatra tiene del niño, de las dinámicas familiares o de los estilos parentales. Normalmente el pediatra conoce a los niños que atiende desde su nacimiento, y los va acompañando durante un largo periodo; muchas veces también conoce a los hermanos e incluso a gran parte de la familia extensa (abuelos…). A pesar de disponer de poco tiempo, el pediatra tiene una perspectiva longitudinal y muy amplia para poder analizar la situación.

Por último, una de las mayores dificultades de la salud mental es que ésta enlaza con otro de los grandes temas también pendientes, como es la pediatría social. El abordaje biológico tiene poco recorrido en salud mental, por lo que es preciso adoptar una visión holística e integral para realizar un buen abordaje en salud mental.

La bioética puede ayudar a establecer algunos criterios ante ciertas situaciones de salud mental infantil, pues surge a finales del siglo XX para intentar dar respuestas o criterios ante los retos que se plantean las profesiones sanitarias en el contexto social actual. De hecho, la palabra «bioética» es un neologismo utilizado por Van Rensselaer Potter, bioquímico dedicado a la investigación oncológica, quien en su libro Bioética: puente hacia el futuro (1971) se plantea la necesidad de una nueva disciplina que haga de puente entre los conocimientos biotecnológicos-científicos y los sistemas de valores humanos.

No puede entenderse el desarrollo de la bioética sin conocer los profundos y vertiginosos cambios producidos a partir de la segunda mitad del siglo XX. Diego Gracia, uno de los grandes bioeticistas españoles, lo resume en una frase: «la medicina ha cambiado más en 25 años que en los 25 siglos anteriores». Estos cambios han impactado de forma directa en la manera de practicar y entender la medicina y, por tanto, la pediatría, pero también han conllevado la necesidad de una adaptación a las nuevas familias o a la demanda de nuevas formas de relación profesional-familia:

  • Cambios sociales. Se ha pasado de una sociedad de código único, con valores y preferencias que se podían presuponer compartidos, a una sociedad de código múltiple, pluricultural, con diversidad de valores coexistentes y en la que conviven diversas identidades morales, que van a influir en cuestiones tan relevantes como la paternidad o la toma de decisiones en salud. Además de pluricultural, es una sociedad hiperinformada e hipertecnificada. Los cambios en el modelo de familia han impactado mucho en la salud mental infantojuvenil.
  • Cambios en el desarrollo de la profesión. El desarrollo de conocimientos científicos y tecnológicos ha ampliado la disponibilidad de opciones tanto diagnósticas como terapéuticas. En salud mental quizás el impacto biotecnológico no ha sido tan elevado, pero la subespecialidad ha experimentado también un gran desarrollo y ha ampliado la aceptación social, quizás en este caso con el riesgo de «psicologizar» la vida diaria.
  • Cambios en la relación profesional-persona o familia atendida. El modelo basado en el paternalismo se ha ido desplazando más hacia un modelo de autonomía de las familias, o al que se intenta promover ahora de «toma de decisiones compartidas». Para poder llevar este modelo a la práctica ha sido necesaria la adquisición por parte de los profesionales de nuevas habilidades comunicativas y de registros comunicacionales. El reconocimiento de la autonomía no es sólo un tema de conocimientos, sino también de habilidades y actitudes.
  • Cambios en la consideración del menor. Se ha ido consolidando un profundo cambio en el paradigma de la atención a los niños y adolescentes, pasando de un modelo basado en la protección absoluta, en que todos los derechos relacionados con el menor pertenecían a los padres o tutores, a un nuevo modelo en que existe un progresivo reconocimiento de los derechos de los menores, proporcional a su grado de madurez y de desarrollo.

Desde la descripción inicial de la bioética por parte de Potter, su desarrollo ha sido vertiginoso y se van estructurando rápidamente las bases de la nueva disciplina. Este desarrollo inicial de la bioética ha estado muy marcado por el principalismo.

Intentando evitar reduccionismos, los principios bioéticos pueden ayudar a establecer criterios concretos. La bioética principalista toma como punto de partida 4 principios fundamentales para la deliberación y el análisis de los problemas éticos. Estos principios emanarían del respeto a la dignidad humana y su aplicación en el ámbito de atención sanitaria a la persona:

  • Beneficencia: deber actuar en beneficio del paciente.
  • No maleficencia: obligación moral de evitar hacer daño o perjuicio al paciente (primum non nocere).
  • Autonomía: obligación moral de permitir a la persona gobernarse a sí misma, lo que le permite tomar decisiones relacionadas con su salud.
  • Justicia: obligación moral de dar a cada uno según le corresponda, distribuir justamente los recursos y evitar la discriminación.

Un texto imprescindible en el ámbito de la bioética pediátrica es el libro Bioética y pediatría: proyectos de vida plena, de Manuel de los Reyes López y Marta Sánchez Jacob. De forma exhaustiva y rigurosa, estos autores realizan un recorrido por los conflictos éticos de los niños y adolescentes.

En el contexto de la salud mental infantojuvenil podemos identificar algunos ámbitos concretos:

  • Parentalidad y ética.
  • Menor maduro y participación del menor: competencia, información, intimidad, confidencialidad y secreto profesional.
  • Aspectos concretos relacionados con la salud mental:
  • Investigación en salud mental infantojuvenil. Utilización de fármacos off-label.
  • Restricción de la libertad: hospitalización no voluntaria, aislamiento/contención física, videovigilancia.
  • Diagnóstico en salud mental.

Parentalidad y ética

A diferencia de otros ámbitos de la pediatría, una de las primeras dificultades en el abordaje en salud mental es la íntima interacción de la familia y el entorno con la sintomatología que pueda mostrar el niño, o con la respuesta que se da a los síntomas que muestra. Y el primer deber ético del pediatra es proteger a los niños.

Tal como señala la Academia Americana de Pediatría (2003), «los resultados de los niños, la salud física y mental, así como el funcionamiento cognitivo y mental, están fuertemente relacionados con el modo en que funcionan sus familias y su entorno».

Es importante remarcar que la interacción y la cualidad de esta interacción familiar tienen repercusiones en la salud mental del niño, con su propio desarrollo emocional y cognitivo, y también en su salud física. En el ámbito de la salud mental es importante conocer la influencia de la dinámica familiar, el estilo parental o el modelo educativo en la sintomatología indicada.

El modelo nature-nurture muestra la interacción entre la naturaleza (riesgo genético, riesgo perinatal…) y la crianza. En este modelo, la interacción familiar puede ser un factor precipitante o, al contrario, un factor protector ante un niño con una predisposición psicopatológica concreta o unos rasgos determinados.

Numerosos estudios han demostrado esta relación nature-nurture. Por ejemplo, un amplio estudio de cohortes finlandés ha mostrado que el estilo parental (afecto, control conductual y control psicológico) puede ser un factor predictor muy bueno tanto de los trastornos internalizantes como de los externalizantes.

La gran cuestión ética en este apartado es no sólo detectar y evaluar los posibles «malos tratos» o «malas prácticas» que puedan subyacer a una sintomatología psicopatológica, sino además poner el énfasis actual en fomentar «buenos tratos» a los niños, es decir, el conjunto de prácticas, estilos de parentalidad e interacción que promuevan su desarrollo físico y mental. Se trata, pues, de una doble pregunta ética:

  • ¿Qué es lo mejor para cada niño en concreto?
  • ¿Qué es dañino para el niño? O formulado de forma más concreta, ¿qué le puede provocar daño al niño por sus características concretas y situación vital?

Son 2 preguntas diferenciadas pero complementarias, que, traducidas al ámbito de los principios bioéticos, se formularían como qué es lo más beneficente y qué es maleficente o puede llegar a serlo.

Estas preguntas son relativamente recientes en el ámbito de la medicina y de la pediatría. Hasta hace muy poco (mediados del siglo XX) no se había empezado a hablar del síndrome del «niño maltratado». Un hito importante al respecto fue la descripción en una publicación científica, por parte del pediatra H. Kempe, de la entidad clínica denominada battered child syndrome (síndrome del niño golpeado), que comprendía lesiones óseas en forma de fracturas, hematoma subdural y lesiones cutáneas, así como retraso pondoestatural, con repercusiones psicológicas en los niños.

A partir de entonces empezaron a aparecer publicaciones sobre las repercusiones del maltrato físico en la salud infantil. Paralelamente a esta «toma de conciencia», comenzó a observarse una tendencia legislativa de protección del menor.

No obstante, es en la década de 1970 cuando el concepto de maltrato infantil se aplica no sólo a la agresión física, sino también al maltrato emocional, la negligencia y el abandono.

En el ámbito legal, con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial se creó UNICEF, un organismo dependiente de la ONU encargado de velar por los derechos de los niños. En 1989, la Asamblea General de la ONU firmó la Convención sobre los Derechos del Niño, en la que se reconocía al niño como sujeto de derechos y a los adultos, sujetos de responsabilidades.

Paralelamente a la preocupación sobre la salud de los niños maltratados y el desarrollo de mecanismos para garantizar su protección, surge un creciente interés por los cuidados del niño y su bienestar, en especial en las etapas iniciales de la vida, y su repercusión en su futura salud.

En una sociedad pluricultural como la nuestra, uno de los grandes retos en salud mental es intentar definir la parentalidad adecuada para cada niño y, al contrario, qué es perjudicial para cada uno, con sus características y situaciones específicas.

Desde la pediatría se observan muchas veces estilos parentales de riesgo: uso de estrategias muy rígidas, que llegan incluso a la agresividad, alta exigencia o, al contrario, mucha permisividad por parte de los padres, que establecen poco control sobre la conducta de sus hijos, los sobreprotegen, sin dejar que desarrollen algunas capacidades, o se muestran extremadamente temerosos.

La mirada ética en este caso va más allá del trastorno mental y entraría en un ámbito que, desafortunadamente, está aún muy poco desarrollado, esto es, la prevención en salud mental, no sólo la general sino también la que permite detectar desde las primeras visitas del recién nacido las situaciones de riesgo para desarrollar modelos de protección.

La prevención psicoemocional es una de las grandes asignaturas pendientes, junto con el desarrollo, tanto asistencial como de investigación, de modelos preventivos en salud mental individualizados para el niño, la familia o la dinámica familiar.

La pregunta ética para el pediatra sería: ¿qué necesidades tiene cada niño para alcanzar su mejor desarrollo? La pregunta no es general, sino particular, pues cada niño tiene sus propias necesidades y situaciones.

De hecho, las preguntas sobre las «buenas prácticas» que deberían fomentarse en el plano psicosocioemocional se realizaron, de manera institucional, en Estados Unidos, donde se encargó un estudio a dos de los más grandes expertos del país: el Dr. Brazelton, pediatra con numerosos y pioneros estudios sobre el desarrollo de los bebés, y el Dr. Greenspan, eminente psiquiatra infantil. De esta reflexión surgió un texto que sorprende por la sencillez de sus aportaciones y resume muy bien las necesidades irreductibles del niño: «Las necesidades básicas de los niños: todo aquello que cada niño precisa para crecer, aprender y vivir». Los autores identifican 7 necesidades básicas de la infancia (tabla 1). Si estas necesidades están suplidas, proporcionan al niño la base sobre la que construir sus capacidades intelectuales, sociales y emocionales, que le permitirán alcanzar el máximo de su potencialidad. A continuación se detalla cada una de ellas:

 

Relaciones constantes de cuidado

Los autores consideran que el establecimiento de relaciones afectivas estables, el hecho de sentirse amado y cuidado de forma constante y especial es lo más importante para el desarrollo emocional e intelectual de las personas.

Como comenta Brazelton, «no podemos experimentar emociones que nunca hemos tenido, no conoceremos la experiencia de consistencia e intimidad del amor estable a menos que hayamos tenido esta experiencia con alguien de nuestra vida». El niño que ha sido entendido y amado será capaz, a su vez, de comprender y amar.

Cada bebé necesita una relación cálida con unos cuidadores principales durante un periodo de años (no sólo meses ni semanas). La afectividad es la base del desarrollo sano del niño, por lo que es fundamental intentar garantizarla antes que la formación cognitiva temprana o los juegos educativos. Si no está presente o si se interrumpe, el niño puede sufrir trastornos emocionales, de razonamiento, motivación o relación con los otros.

Los bebés, los niños pequeños y los niños en edad preescolar necesitan interacciones de cuidado durante la mayor parte del tiempo en que están despiertos. Para su desarrollo, el niño requiere vínculos seguros y estables, que le aporten amor, pero también pautas, rutinas, estímulos y hábitos, proporcionados con coherencia y consistencia.

Protección física, seguridad y reglamentación

Desde la gestación hasta el fin de la infancia, los niños precisan un entorno que les proporcione protección frente al daño físico y psicológico, o que les evite la exposición a la violencia, tóxicos, agresiones sexuales…

Aunque parezca un ítem fácil de conseguir, algunos niños conviven en ámbitos con violencia doméstica de la que quizás no sean víctimas, pero pueden ser testigos.

Otro tipo de violencia, más pasiva, a la que están expuestos los niños actualmente es la percibida en los medios de comunicación (televisión, videojuegos…). Aunque de momento no existen estudios concluyentes sobre el tema, se ha establecido una clara relación entre los estilos de comportamiento agresivo y las horas de violencia televisada o percibida, o una posible relación entre los problemas atencionales y la exposición temprana y continuada a las pantallas.

Experiencias acordes con las diferencias individuales

Cada niño tiene un temperamento único. El temperamento podría definirse como un patrón de reactividad y autorregulación, con estabilidad temporal y de desarrollo, propio de cada persona. Por tanto, es innato, como el color de los ojos o el tono de la piel.

Desde la primera infancia, e incluso intraútero, se expresa el temperamento de cada sujeto. El temperamento implica la habilidad de adaptarse, el estado de ánimo, la intensidad de reacción, el nivel de activación o la regularidad.

Los psicólogos Thomas y Chess estudiaron a una serie de bebés a quienes realizaron un seguimiento hasta la época de adultos. Ya desde los primeros días de vida los bebés expresan una serie de características: son regulares o impredecibles, fáciles o no de calmar, tienen tendencia a reaccionar de forma leve o intensa, se adaptan o no a nuevos estímulos, son inhibidos o extrovertidos, sociables o tímidos. Estos autores definían a los niños según dichas características, y podían prever las dificultades de ajuste y de conducta en los niños en edad escolar, en adolescentes y también en adultos.

El temperamento es un factor muy estable e influye en la forma de seleccionar las actividades, configurar las respuestas y modificar el impacto del ambiente.

A los padres a veces les cuesta aceptar el temperamento propio de cada niño y adaptarse a él: hay niños más movidos (sin ser hiperactivos), niños más inhibidos y temerosos… Adecuar las experiencias a la naturaleza individual del niño evita la aparición de problemas de aprendizaje y conducta, y mejora su evolución.

Experiencias adecuadas al nivel de desarrollo

Más allá del temperamento propio y de la edad, cada niño tiene un ritmo propio de evolución y aprendizaje. Los niños necesitan cuidados adaptados a la etapa de desarrollo en la que se encuentran, independientemente de la edad cronológica.

También es importante adecuar las expectativas al nivel del niño, valorando si presenta dificultades o algún tipo de discapacidad. Las expectativas poco realistas sobre lo que pueden hacer los niños en general, o alguno en particular, pueden obstaculizar su desarrollo.

Fijar límites, estructuras y expectativas

Los niños requieren una estructura y cierta disciplina que los conduzca a fijar interiormente sus propios límites, canalizar su agresividad y buscar la solución pacífica de los problemas. La tarea del adulto es ayudarlos en este objetivo. Como comentaba Brazelton, «La disciplina es la segunda cosa más importante que los padres pueden dar a sus hijos; la primera por supuesto es el amor».

Una curiosa polémica suscitada hace unos años, sobre todo fomentada en las redes sociales, contraponía el modelo de la «mamá tigre» al de las «mamás osos». Esta polémica se inició con el libro de Amy Chua El himno de batalla de la mamá tigre, en el que se criticaba la educación occidental, demasiado laxa y permisiva, en relación con el estilo educativo oriental, basado en una estricta disciplina y altas exigencias. Ante este estilo surgió «el canto de las mamás osos», otro estilo que defiende que los niños sólo necesitan estima y abrazos para desarrollarse sanos.

Ni mamás osos ni mamás tigres: Brazelton recuerda la necesidad de establecer límites y estructuras, además de la estima.

Asimismo, las expectativas muy poco realistas sobre lo que puede esperarse de un niño, o en casos concretos con algún tipo de diversidad o peculiaridad, pueden ser dañinas para su desarrollo.

Comunidades y cultura estables de apoyo

Reza un refrán africano «Para educar a un niño hace falta toda una tribu»; pues bien, para proteger a un niño hace falta toda una sociedad.

Nuestra sociedad es muy ambivalente. Por una parte, ha avanzado mucho en la consideración del niño y su protección, rayando quizás en la sobreprotección. Pero, por otra parte, hay ámbitos que precisan una clara mejoría, como los hábitos de vida saludables (epidemia de obesidad, alimentación procesada, sedentarismo, horas de TV, videojuegos, internet en sustitución al juego y espacios de ocio activo…), los hábitos de convivencia (bulling, niños con elevada presión escolar, extraescolares) y la convivencia familiar (tiempo compartido, comunicación intrafamiliar, tolerancia a la frustración).

Otro de los grandes retos en este apartado es el tema de la interculturalidad y la integración de valores. Para sentirse completos e integrados, los niños necesitan crecer en una comunidad estable, no sólo con un entorno familiar sino también con un entorno social ampliado. Esto representa una continuidad de valores entre la familia, el grupo de amigos, la religión y la cultura, así como una exposición de respeto a la diversidad, cuando los valores familiares y sociales están muy diferenciados.

El gran reto de la interculturalidad es poder encontrar espacios de continuidad entre valores culturales muy diferenciados, huyendo de reduccionismos, según los cuales «cualquier valor cultural es bueno».

Existen diferencias culturales remarcables respecto a algunos temas, como la consideración de la mujer, que, cuando se ignoran, pueden desproteger a los más vulnerables. Sólo podemos proteger tras clarificar los valores culturalmente compartidos y mínimos.

Protección del futuro

El niño necesita sociedades con perspectivas de futuro. Este punto estaría relacionado con la protección del entorno, de la naturaleza y de los recursos del planeta. Nakajima, cuando fue director de la Organización Mundial de la Salud (OMS), afirmaba: «Nunca hemos sido tan interdependientes como ahora. Es necesario movilizar colectivamente nuestras energías y nuestros recursos para afrontar los nuevos problemas del planeta que ponen en peligro nuestra supervivencia».

La protección a la infancia también implicaría, por tanto, la protección del entorno en el que se desarrollan los niños. Este punto enlazaría con la llamada «bioética global», o los aspectos éticos relacionados con el medioambiente.

La propuesta de Brazelton y Greenspan podría ayudar a delimitar las conductas claramente «maleficentes» para el desarrollo del niño, e incluso intentar implementar las más «beneficentes» para cada niño. No siempre está clara esta distinción, y en sociedades plurales, como la nuestra, algunas conductas pueden estar avaladas de forma grupal.

En los casos en que la conducta de los padres es claramente maleficente y afecta al desarrollo psicológico del niño, el pediatra debe actuar en consecuencia; no puede inhibirse de realizarlo, por lo que debe proteger al niño y notificarlo.

Sin embargo, hay casos no tan claros, principalmente en entornos con una diversidad cultural y de valores, en que se debe ponderar el riesgo/beneficio de las intervenciones frente a la no intervención, así como la posibilidad de implementar cursos de acción intermedios.

Puntos clave para la deliberación

  • El principal deber del profesional es proteger al menor. En los casos en que la conducta de los padres es claramente maleficente, el pediatra debe actuar en consecuencia.
  • En casos de conductas parentales que supongan cierto riesgo, es necesario ponderar y actuar de forma proporcional y prudente, valorando individualmente el riesgo real o potencial frente al posible beneficio de la actuación del pediatra, así como sus consecuencias.
  • Proporcionalidad, prudencia, diálogo y educación sanitaria son las palabras clave.

El menor maduro: competencia, información, consentimiento, confidencialidad

El segundo gran bloque en ética y salud mental infantil está en relación con el menor maduro y su participación en la toma de decisiones.

En el ámbito de la salud, la meta que pretendemos alcanzar en la madurez del menor es que pueda convertirse en una persona «autónoma», es decir, con capacidad para tomar sus propias decisiones basadas en juicios internos y de actuar de acuerdo con ellos, fundamentados en sus creencias y en concordancia con su plan vital.

La competencia para la toma de decisiones se enmarca en el desarrollo de un nuevo paradigma, el respeto a la autonomía de los pacientes, que constituye uno de los pilares del desarrollo de la bioética actual. Mientras que la gran mayoría de los principios bioéticos ya estaban presentes en la tradición médica hipocrática (como el principio de beneficencia o de no maleficencia), el principio de autonomía se ha vivido de forma muy ambivalente en el ejercicio de las profesiones sanitarias.

Este concepto de madurez implica el desarrollo de diferentes capacidades, ya sean cognitivas, emocionales o ético-morales, y debe tenerse en cuenta la variabilidad interindividual, la gravedad de la decisión y las circunstancias de cada situación y contexto que influyen en la decisión.

La adquisición de la madurez del menor es un proceso, y como tal es dinámico, evolutivo e individual. Pero es necesario tener en cuenta que en la persona, el desarrollo de las capacidades humanas es un proceso no garantizado sólo por la herencia genética, sino que depende de la interacción con el ambiente y la sociedad. Es decir, la madurez no es un hito que de modo espontáneo se alcanza a una edad determinada genéticamente, sino que depende de múltiples y complejos factores, por lo que implica un aprendizaje.

Como comenta el legalista Ruther, «a menudo tenemos el deseo, por parte de tribunales e investigadores, de que aparezca una medida simple o un criterio sencillo para medir la competencia de un menor. Desgraciadamente, no disponemos de ningún test ni parece que pueda crearse. La cuestión es si un chico en particular es competente, en un contexto concreto, en un tipo de decisión dada en unas circunstancias particulares».

La valoración es compleja pero no imposible de realizar. Como bien comenta Ruther, debemos tener en cuenta cada menor en particular, en qué contexto toma la decisión y qué tipo de decisión es la que está en juego. La dificultad de la valoración y la falta de procedimientos estandarizados dificultan esta aproximación, así como las respuestas de los profesionales en algunos temas, que resultan polares y muchas veces apriorísticas. Como bien resume Diego Gracia, «La madurez de una persona, sea ésta mayor o menor de edad, debe medirse por sus capacidades formales de juzgar y valorar las situaciones, no por el contenido de los valores que asuma o maneje. El error clásico ha sido considerar inmaduro o incapaz a todo el que tenía un sistema de valores distinto del nuestro».

Como premisas previas al desarrollo de la aproximación a la valoración de la competencia del menor, se deberían tener en cuenta las siguientes puntualizaciones:

  • Existe variabilidad interindividual. No podemos generalizar a los menores por edad ni por grupos de pertenencia, sino que debe realizarse una valoración individualizada en cada caso. Por ello, debemos conocer no sólo el concepto de «menor maduro», sino también las posibilidades de medida de dicha madurez.
  • Hay variabilidad circunstancial. No todas las decisiones precisan el mismo grado de madurez para ejercerlas. La madurez exigida debe ser proporcional a la gravedad de la decisión, por lo que debe plantearse el grado de riesgo que se asume con una decisión sanitaria concreta, independientemente que la tome un menor o un adulto.
  • No hay que olvidar la variabilidad intrasujeto. En el ejercicio de la competencia, una misma persona, según las circunstancias añadidas en las que toma la decisión, puede variar su capacidad, principalmente cuando existen factores externos, como ansiedad, miedo, dolor, estrés o presión grupal.

Una aproximación a la evaluación de la madurez podría basarse en el modelo adulto, a partir de los criterios de Appelbaum y Grisso y de la entrevista semiestructurada diseñada a tal efecto, el MacArthur Competence Assessment Test, un estándar de referencia para la valoración de la competencia en adultos. Sin embargo, existe poca evidencia empírica sobre el uso de estos instrumentos en menores. Los criterios son los siguientes:

  • Comprensión de la información relevante para la decisión a tomar. Requiere una memoria suficiente para almacenar palabras, frases y secuencias de información, reteniéndose así los datos fundamentales sobre la situación. Exige, asimismo, un nivel adecuado de atención y participación de los procesos intelectuales.
  • Apreciación de la situación (enfermedad, elección) y sus consecuencias. Este criterio se refiere al significado que tienen los datos y las situaciones (estar enfermo, tener que tomar una decisión, consecuencias) para el paciente. No se relaciona con lo razonable o no razonable de la opción del paciente, sino con la necesaria aprehensión de la situación para poder tomar una decisión.
  • Manipulación racional de la información. Supone la capacidad de utilizar procesos lógicos para comparar beneficios o riesgos, sopesándolos y considerándolos para llegar a una decisión. Implica una capacidad para alcanzar conclusiones lógicamente consistentes con las premisas, de modo que se refleje el valor o el peso que previamente se les asignó.
  • Capacidad de comunicar una elección, que exige una capacidad para mantener y comunicar elecciones estables durante un tiempo lo suficientemente dilatado para poder llevarlas a cabo.

Otro de los posibles enfoques respecto a la valoración de la competencia es la medida del desarrollo moral. De hecho, los estudios de Piaget, Kohlberg y otros autores sobre el desarrollo de la autonomía y del desarrollo ético y moral son los que fundamentan la teoría del «menor maduro», pues demuestran que la mayor parte de los adolescentes alcanzan su madurez moral entre los 13 y los 15 años de edad.

No debe valorarse sólo la madurez del menor ante una decisión concreta, sino también el riesgo de tomar tal decisión. Según la escala móvil de la competencia de Drane, se debería ajustar el grado de madurez requerido al riesgo de la decisión: cuanto mayor es el riesgo, mayor será la madurez exigida, mientras que en las decisiones de bajo riesgo la madurez exigida sería baja.

Deben tenerse en cuenta otros factores que pueden influir en la toma de decisiones, facilitándola o impidiéndola. Algunos dependen del niño, otros de la familia, y otro tipo de variables dependen de la situación.

Respecto a los factores situacionales, deben tenerse en cuenta los aspectos emocionales que intervienen en un momento determinado. Un grado elevado de estrés, de ansiedad o un componente depresivo puede entorpecer el proceso de razonamiento, dificultando la capacidad de entender la situación, la memoria o la valoración de las posibilidades. En algunos casos, no en la mayoría, puede ser necesaria una exploración psicopatológica más completa del menor. Sin embargo, deben tenerse en cuenta estos factores, principalmente en situaciones que los hagan aflorar, y valorar adecuadamente el peso que puedan tener en la decisión final.

Los profesionales sanitarios no son sólo agentes pasivos en la valoración de la competencia, sino también agentes activos en el fomento del desarrollo de la competencia y la participación del menor en la toma de decisiones. En este papel activo sobre la participación del menor en la consulta clínica, el Real Colegio de Pediatras de Inglaterra ofrece una acertada pauta de continuidad:

  • Informar a todos los menores, de forma adecuada a su nivel de comprensión y proporcional a ella, ayudando a que se sientan protagonistas en las consultas relacionadas con su propia salud.
  • Escucharlos, a partir de la edad en que sea posible, fomentando su participación y opinión.
  • Incluir sus opiniones en la toma de todas las decisiones en que sea posible, asumiendo proporcionalmente su responsabilidad en ellas.
  • Considerar al menor competente como decisor principal.

Otros autores definen diversos niveles en el grado de participación. Weithorn establece 3 niveles de participación: a) información sobre la enfermedad, el tratamiento y los procedimientos médicos; b) decisión compartida con los padres/tutores, colaboración con los cuidadores, y c) decisión autónoma.

La participación del menor en la toma de decisiones compartidas supone un reto más extenso que la que atañe al menor maduro: implica saber dar explicaciones adecuadas a cada edad y nivel de comprensión, involucrarlo en la toma de decisiones en salud mental y adaptarse al ritmo del niño.

Otro de los aspectos que cabe tener en cuenta, aparte de la madurez y la información, pero en cierta manera vinculados, es la confidencialidad. El respeto al secreto profesional se ha considerado una de las bases de la relación médico-paciente. El conocido aforismo del jurista Portés lo sintetiza muy bien: «No hay medicina sin confianza, ni confianza sin confidencia, ni confidencia sin secreto».

En salud mental, la confidencialidad cobra especial relevancia, pues se relaciona con el espacio privado e íntimo de la persona.

Sin embargo, el secreto profesional no es un deber absoluto, sino relativo, ya que puede haber circunstancias que aconsejen romper la confidencialidad. Ante cualquier conflicto ético sujeto a la confidencialidad, debe primar la defensa del derecho a la intimidad del paciente. Sólo la existencia de un riesgo grave para su propia integridad (principio de no maleficencia) o la de terceros (principio de justicia) justificaría la ruptura del secreto.

Puntos clave para la deliberación

  • Es importante involucrar al menor en la toma de decisiones sanitarias y en la educación por la salud de forma proporcional a su capacidad.
  • Más allá de la madurez requerida para la toma de ciertas decisiones, la información es imprescindible para cualquier edad.
  • Existen instrumentos aprobados para la valoración de la madurez.
  • La competencia para la toma de decisiones no incluye sólo la madurez, sino también la valoración del riesgo de la decisión y los factores contextuales asociados.
  • La confidencialidad es la base de la confianza en la relación con el adolescente, pero hay que tener en cuenta que siempre existen algunos límites.

Otros aspectos relacionados con la salud mental infantojuvenil

Investigación en salud mental infantojuvenil. Fármacos «off-label»

La investigación en pediatría en general, y en el ámbito de la salud mental infantojuvenil en particular, ha estado siempre muy relacionada con la del adulto.

Se da en la actualidad una circunstancia paradójica: al considerar al niño como objeto de alta protección en investigación, se le ha situado en una posición de orfandad (terapéutica, e incluso diagnóstica). Se dispone de pocos estudios en la edad infantil, muy extrapolados de los realizados en adultos, con el riesgo de sesgos que ello supone. La investigación en niños tiene unas características diferenciales, farmacocinéticas y farmacodinámicas, respecto a la de los adultos. Existen enfermedades específicas y exclusivas de la infancia (p. ej., el autismo) sin correlato con las del adulto; el niño está sujeto a procesos de crecimiento y desarrollo; incluso tratándose de la misma enfermedad (depresión, ansiedad…), los niños presentan una respuesta farmacológica, una eficacia y una toxicidad distintas.

Esta situación ha propiciado que un gran número de fármacos usados en salud mental infantil sean off-label, es decir, sin indicación avalada, ya sea por patología o por edad.

Como comenta el Dr. Nieto Conesa, «[] el uso de medicinas en dosis no comprobadas en pacientes pediátricos es algo habitual, y también debería considerarse como experimentación. Esto es en realidad un poco aleatorio y cuenta con una precaria base científica, además de una mínima eticidad y una más que dudosa legalidad».

Por tanto, es importante conocer las indicaciones de los psicofármacos para cada trastorno y edad concreta. Es necesario informar a los padres de que el fármaco que se está utilizando está «fuera de registro», así como de su indicación y posibles efectos secundarios, y obtener su consentimiento para el uso.

Restricción de la libertad: hospitalización no voluntaria, aislamiento/contención física, videovigilancia

Los tratamientos en salud mental implican algunas medidas no habituales en otros ámbitos de la pediatría, como las que comportan una restricción de la libertad como parte de ellos. Es importante recordar que éstas son medidas excepcionales, y deben regirse por los principios de beneficencia y no maleficencia, es decir, con una finalidad terapéutica planificada, nunca disciplinaria o sancionadora. Deben considerarse cuando, en caso de no aplicarse, se estuviera privando a un paciente de una medida terapéutica necesaria (p. ej., situaciones de agitación psicomotriz, auto/heteroagresividad con riesgo de lesiones irreversibles, riesgo claro a terceros o delirio). Las medidas restrictivas no están indicadas si existen otras alternativas terapéuticas menos dañinas, si suponen un castigo implícito o explícito para el paciente, como respuesta a conductas embarazosas o por comodidad del personal.

Es importante intentar respetar al menor, informándolo del motivo y de la finalidad de la medida. Si es posible, hay que intentar a posteriori hablar con él y explicarle los motivos de la decisión (p. ej., un ingreso involuntario).

Toda medida restrictiva debe cumplir los siguientes requisitos:

  • Juicio de idoneidad. Si tal medida es susceptible de conseguir o no el objetivo propuesto.
  • Juicio de necesidad. Si es necesaria, en el sentido de que no exista otra medida más moderada para la consecución de tal propósito con igual eficacia.
  • Juicio de proporcionalidad. Si es ponderada y equilibrada, por derivarse de ella más beneficios o ventajas que perjuicios sobre otros bienes o valores en conflicto.

Ética y diagnóstico

Como comenta el psiquiatra infantil Sabel Gabaldón, «El proceso diagnóstico en la psiquiatría infantil halla numerosos obstáculos: las divergencias teóricas y culturales, y hasta ideológicas, que gravitan en el campo del adulto se encuentran agravadas por las particularidades de una patología infantil, que se caracteriza por su dependencia, sus propias expresiones, la importancia de las relaciones y el entorno y la plasticidad de un ser en desarrollo».

Los problemas éticos relacionados con el diagnóstico psiquiátrico son inseparables de los conflictos éticos generados por la propia concepción de la enfermedad mental, en cuanto a sus límites y características específicas.

El diagnóstico en salud mental infantojuvenil tiene también un componente ético per se, por el riesgo de un mal uso (utilizar categorías diagnósticas cuando corresponden a dificultades en otros ámbitos, como el social o el escolar) o el riesgo de estigmatización o «etiquetaje» que presenta aún el ámbito psiquiátrico.

Las connotaciones éticas derivadas del diagnóstico son especialmente relevantes en el caso de las conductas desviadas y problemáticas: nos estamos enfrentando a un inconformismo (y su consecuente desviación conductual) o a la enfermedad. Clásicamente, la salud mental ha sido el reducto de las conductas o condiciones «anormales» o desviadas de la media.

Esto requiere una valoración exhaustiva no sólo del individuo (buscaríamos una psicopatología mayor), sino también del ambiente en el que aparentemente está creando dificultades. Es importante evitar que la psiquiatría se convierta en una «técnica de contención social».

Es verdad que el diagnóstico psiquiátrico permite a veces abordar de forma eficaz situaciones conflictivas en el entorno familiar y social y un acceso a recursos adecuados, o incluso puede tener una función de «orden en el caos». Pero es importante evitar «medicalizar» o «psiquiatralizar» la inadaptación y el malestar.

Es importante poder mantener una actitud «beneficentista», es decir, intentar escoger la medida que tenga la mayor probabilidad de ser beneficiosa para el paciente.

Schwartz y Griffin (1989), teniendo en cuenta la subjetividad del diagnóstico y la inevitable introducción de sesgos, revisaron el concepto de la «utilidad subjetiva estimada». El concepto arranca del descubrimiento de que, en la práctica, el acto diagnóstico no busca solamente acertar, sino que incluye también consideraciones sobre sus consecuencias.

Como se ha comentado al inicio del capítulo, «los resultados de los niños, la salud física y mental, así como el funcionamiento cognitivo y mental, están fuertemente relacionados con el modo en que funcionan sus familias y su entorno». Por tanto, es importante que la mirada ética hacia el problema del niño no se centre o focalice sólo en él, sino que abarque también a la familia, el entorno y, evidentemente, la sociedad.

El lema de la OMS «no hay salud sin salud mental» (no health without mental health) pone de nuevo el foco en la proyección social y comunitaria de la salud mental. En general, hay sociedades que fomentan unos cuidados mejores y sociedades más inhumanas. Una sociedad sana puede ayudar a sus niños, familias e instituciones a desarrollarse saludablemente. Como comentaba el psicólogo Erich Fromm, «la salud no puede definirse tan sólo como la adaptación del individuo a la sociedad, sino también como la adaptación de la sociedad a las necesidades del hombre».

Como comentan los psicólogos Master y Coatsworth, «Los niños exitosos nos recuerdan que ellos crecen en numerosos contextos y cada uno de ellos es una fuente potencial de factores de protección y de riesgo. Los niños demuestran que están protegidos no sólo por factores del desarrollo, sino también por las acciones de los adultos, por los valores que manejan, por las oportunidades de tener éxitos y la experiencia de éxitos. El comportamiento de los adultos de referencia desempeña un papel crítico en los recursos, las oportunidades y la resiliencia».

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