MÓDULO 11

Tema 22. Derechos de los menores en el ámbito del tratamiento psiquiátrico

F. de Montalvo Jääskeläinen

Resumen

La regulación de la capacidad de obrar del menor en relación con el tratamiento médico se ha mostrado siempre como un ámbito ética y legalmente muy complejo. Sin embargo, a partir de 2002 contamos ya en nuestro sistema legal con una regulación completa de dicho régimen, que se ha visto mejorada en la reciente reforma de 2015. Se mantienen algunas cuestiones dudosas y sigue sin regularse el derecho a la confidencialidad del menor en relación con sus datos clínicos respecto al acceso por parte de sus padres.


¿Por qué cambia la relación médico-paciente, pasándose del paternalismo a la prevalencia de la autonomía?

Para entender cuál es la posición actual que ocupa el menor en relación con un ámbito tan sensible como la decisión acerca de los tratamientos médicos, hay que analizar previamente cómo ha evolucionado en las últimas décadas la relación médico-paciente.

La capacidad de decidir de los pacientes respecto al tratamiento médico ha supuesto un cambio sustancial en la relación médico-paciente. Dicho cambio determina que se haya pasado de una relación tradicionalmente basada en el paternalismo médico (todo para el paciente pero sin el paciente) a una relación basada casi absolutamente en la autonomía del paciente. Este cambio no responde a un hecho concreto, sino a una sucesión de hechos con diferentes consecuencias.

Los hechos que han motivado especialmente dicho cambio son los siguientes:

Excesos de la investigación médica con seres humanos

Tales excesos no sólo se producen en la etapa del régimen nacionalsocialista, sino también posteriormente, sobre todo en las décadas de 1950 y 1960, y determinaron que por parte de la propia sociedad científica se proclamara la autonomía del paciente como salvaguarda frente a tales abusos por los que se había investigado en sujetos que ni habían prestado su autorización ni, en muchos casos, tenían capacidad para ello (experimentos con menores en orfanatos, deficientes mentales, vagabundos, personas de color…).

El horror que trascendió temporalmente, como decimos, a la experiencia nacionalsocialista tuvo como reacción en la ética y el derecho la proclamación del principio de autonomía de voluntad del paciente y la aparición de la figura que vendrá a garantizar dicha autonomía: el consentimiento informado. A partir de ese momento se tuvo la convicción de que ninguna investigación podía ya llevarse a cabo en un sujeto sin haber recabado de él, previa información completa, su autorización expresa y por escrito. El consentimiento informado aparece, pues, inicialmente, no en la relación médico-paciente sino en la relación investigador-sujeto.

Más adelante, como consecuencia del segundo hecho que vamos a exponer de inmediato, se extiende aquella relación.

Judicialización de la medicina y su consecuencia inmediata, la denominada medicina defensiva

El consentimiento informado constituye una respuesta al fenómeno emergente de los procesos judiciales contra los médicos por errores en la asistencia a los pacientes. No nace como mero instrumento de garantía de los derechos de los pacientes, sino también como garantía del médico para el ejercicio de su profesión con menos riesgos legales. Es una respuesta más a la judicialización que empieza a imperar en todas las sociedades del primer mundo a finales del siglo XX.

Una mirada retrospectiva a la génesis del consentimiento informado nos lleva a plantearnos si su origen ha sido realmente el privilegio del enfermo frente a la decisión sobre el acto médico o, por el contrario, fruto del interés de la comunidad médica de tener a su favor un instrumento de ayuda ante reclamaciones por mala praxis. Así, surge como instrumento de legitimación de las prácticas médicas, para defender a los profesionales de la medicina de un creciente número de reclamaciones.

A medida que las reclamaciones por responsabilidad médica aumentan, los médicos comienzan a reclamar procedimientos jurídicos que aseguren sus actuaciones. La relación entre el consentimiento informado y la responsabilidad médica es evidente. El consentimiento informado sirve, prioritariamente, para desestimar las demandas por responsabilidad civil profesional presentadas contra los médicos y hospitales.

Una vez proclamado el consentimiento informado al amparo, en primer lugar, de los procesos judiciales contra médicos, y después a través de normas aprobadas por el Parlamento, ha ido extendiéndose a todas las esferas de la relación médico-paciente y, entre éstas, recientemente, a la relación médico-menor. Incluso dentro de esta relación se ha creado el concepto de «menor maduro» en el ámbito sanitario, que, como recuerda algún autor, es también fruto de la medicina defensiva. El término «menor maduro» aparece en Estados Unidos durante la década de 1970 como reacción a las demandas de los padres frente a los médicos que atendían a sus hijos sin su consentimiento.

En todo caso, los singulares motivos que han propiciado el cambio de una relación basada en el paternalismo médico a una relación basada en la autonomía del paciente no impiden afirmar que la posición que ocupa el paciente en la actualidad supone reconocer que éste goza de una mayor capacidad de decisión sobre algo que principalmente le atañe a él, como es decidir sobre su salud.

¿Cuándo comienza a cobrar protagonismo el menor en la relación médico-paciente?

La primera regulación de los derechos de los pacientes con carácter general es la recogida en el artículo 10 de la Ley General de Sanidad de 1986 (Ley 14/1986). En su apartado 6 se dispone que los pacientes tienen derecho «a la libre elección entre las opciones que les presente el responsable médico de su caso, siendo preciso el previo consentimiento escrito del usuario para la realización de cualquier intervención». En el apartado 9 se reconoce el derecho «a negarse al tratamiento».

Sin embargo, dicho artículo 10 nada dispone respecto de los menores en el ámbito sanitario. La única previsión contenida en dicho artículo que pudiera resultar de aplicación a la posición jurídica del menor aparecía en su apartado 6, al establecer que «cuando no esté capacitado para tomar decisiones, en cuyo caso el derecho corresponderá a sus familiares o personas a él allegadas». Es decir, la posición del menor quedaría enmarcada dentro de las excepciones al principio general de libre elección del tratamiento y sometida al consentimiento por representación o, lo que es lo mismo, consentimiento y, por tanto, autorización del tratamiento por parte de los representantes del menor, habitualmente sus padres.

La primera norma que curiosamente recoge una previsión específica sobre la posición del menor en el ámbito sanitario será una norma sobre investigación clínica. Así, el Real Decreto 561/1993, de 16 de abril, por el que se establecen los requisitos para la realización de ensayos clínicos con medicamentos, recoge por primera vez el estatus jurídico del menor en el ámbito sanitario. Dicho Real Decreto, ya derogado por el posterior Real Decreto 223/2004, sobre la misma materia de ensayos clínicos, dispone a este respecto en su artículo 12.5 que «en los casos de sujetos menores de edad e incapaces, el consentimiento lo otorgará siempre por escrito su representante legal, tras haber recibido y comprendido la información mencionada. Cuando las condiciones del sujeto lo permitan y, en todo caso, cuando el menor tenga 12 o más años, deberá prestar además su consentimiento para participar en el ensayo, después de haberle dado toda la información pertinente adaptada a su nivel de entendimiento».

Así pues, dicha norma recoge por primera vez un derecho del menor en el ámbito sanitario: el derecho del menor de 12 o más años a ser informado acerca del ensayo clínico y a prestar su consentimiento conjuntamente con sus representantes legales. Se consagra, por tanto, el derecho del menor a ser escuchado.

También debemos citar como precedente, aunque carezca de verdadero valor normativo, el Acuerdo del Consejo Interterritorial sobre Consentimiento Informado, adoptado en su sesión plenaria del 6 de noviembre de 1995. En el apartado 3.4 (último párrafo) de dicho documento se dispone que «el consentimiento informado debe ser firmado por los menores cuando, a juicio facultativo, reúnan las condiciones de madurez suficientes para otorgarlo, de conformidad con lo previsto en el artículo 162.1 del Código Civil».

El Código de Ética y Deontología Médica, aprobado por la Organización Médica Colegial en 1999 (ya sustituido por el actual Código de 2011), contenía algunas previsiones acerca del menor. Así, en su artículo 10.6 disponía que «la opinión del menor será tomada en consideración como un factor que será tanto más determinante en función de su edad y de su grado de madurez», añadiendo en el artículo 10.5 que «si el enfermo no estuviera en condiciones de dar su consentimiento por ser menor de edad [] y resultase imposible obtenerlo de su familia o representante legal, el médico deberá prestar los cuidados que le dicte su conciencia profesional».

Por último, debemos mencionar el Convenio sobre Derechos Humanos y Biomedicina, aprobado por el Comité de Ministros del Consejo de Europa en 1996, más conocido como Convenio de Oviedo, el cual recoge una previsión acerca del menor. El artículo 6.2 dispone que «cuando, según la ley, un menor no tenga capacidad para expresar su consentimiento para una intervención, ésta sólo podrá efectuarse con autorización de su representante, de una autoridad o institución designada por la ley». Sin embargo, a continuación añade lo siguiente: «La opinión del menor será tomada en consideración como un factor que será tanto más determinante en función de su edad y su grado de madurez».

En definitiva, a partir de la década de 1990 se produce ya una tímida regulación en nuestro ordenamiento jurídico de los derechos del menor en el ámbito sanitario, proclamándose, aunque de manera restringida inicialmente al ámbito de la investigación clínica, el derecho del menor de 12 o más años a ser escuchado y a completar el consentimiento informado que han de prestar sus representantes legales. Y, a partir de la incorporación mediante su ratificación del Convenio de Oviedo al ordenamiento interno, había que entender que el menor debiera ya de tener un estatus específico en el ámbito de las decisiones sanitarias.

¿Cuándo surge la figura del menor maduro en relación con las decisiones sobre el tratamiento médico?

No será hasta la actual Ley 41/2002, Reguladora de la Autonomía del Paciente, cuando encontremos una regulación completa de la posición y capacidad del menor en relación con la autorización o rechazo del tratamiento médico. La Ley aborda por primera vez los problemas que presenta la autonomía de voluntad del paciente menor de edad, señalando en el artículo 9 lo siguiente: «Cuando el paciente menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención. En este caso el consentimiento lo dará el representante legal del menor después de haber escuchado su opinión si tiene 12 años cumplidos. Cuando se trate de menores no incapaces ni incapacitados, pero emancipados o con 16 años cumplidos, no cabe prestar el consentimiento por representación».

En 2015, la Ley 41/2002 fue reformada en aras de aclarar el régimen legal de la capacidad del menor en relación con el tratamiento médico. La nueva redacción del artículo 9.3 es la siguiente:

«3. Se otorgará el consentimiento por representación en los siguientes supuestos: a) Cuando el paciente no sea capaz de tomar decisiones, a criterio del médico responsable de la asistencia, o su estado físico o psíquico no le permita hacerse cargo de su situación. Si el paciente carece de representante legal, el consentimiento lo prestarán las personas vinculadas a él por razones familiares o de hecho. b) Cuando el paciente tenga la capacidad modificada judicialmente y así conste en la sentencia. c) Cuando el paciente menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención. En este caso, el consentimiento lo dará el representante legal del menor, después de haber escuchado su opinión, conforme a lo dispuesto en el artículo 9 de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor.

4. Cuando se trate de menores emancipados o mayores de 16 años que no se encuentren en los supuestos b) y c) del apartado anterior, no cabe prestar el consentimiento por representación.

No obstante lo dispuesto en el párrafo anterior, cuando se trate de una actuación de grave riesgo para la vida o salud del menor, según el criterio del facultativo, el consentimiento lo prestará el representante legal del menor, una vez oída y tenida en cuenta la opinión del mismo.»

Por su lado, el artículo 9 de la Ley Orgánica 1/1996, al que se remite el mencionado artículo 9.3 en relación con el derecho a ser escuchado, dispone, literalmente, que: «1. El menor tiene derecho a ser oído y escuchado sin discriminación alguna por edad, discapacidad o cualquier otra circunstancia, tanto en el ámbito familiar como en cualquier procedimiento administrativo, judicial o de mediación en que esté afectado y que conduzca a una decisión que incida en su esfera personal, familiar o social, teniéndose debidamente en cuenta sus opiniones, en función de su edad y madurez. Para ello, el menor deberá recibir la información que le permita el ejercicio de este derecho en un lenguaje comprensible, en formatos accesibles y adaptados a sus circunstancias [] 2. Se garantizará que el menor, cuando tenga suficiente madurez, pueda ejercitar este derecho por sí mismo o a través de la persona que designe para que le represente. La madurez habrá de valorarse por personal especializado, teniendo en cuenta tanto el desarrollo evolutivo del menor como su capacidad para comprender y evaluar el asunto concreto a tratar en cada caso. Se considera, en todo caso, que tiene suficiente madurez cuando tenga 12 años cumplidos».

Así pues, aunque el vigente artículo 9.3 suprime la referencia a una edad concreta, la remisión al artículo 9 de la Ley Orgánica 1/1996 mantiene como regla general la edad de 12 o más años.

Por tanto, el menor dispondrá de dos derechos en relación con el tratamiento médico: el derecho a ser escuchado, que a partir de la reforma de 2015 puede ser ejercido cuando tenga madurez suficiente y, en todo caso, a partir de los 12 años de edad, y el derecho a decidir acerca del tratamiento médico a partir de los 16 años de edad.

¿Qué supone el derecho del menor de 12 o más años a ser escuchado?

En los términos en que se expresa la Ley, el menor, a partir de los 12 años de edad, debe ser escuchado antes de decidir el tratamiento médico, es decir, quienes deciden son sus padres o tutores, pero él mismo debe poder manifestar su opinión. En todo caso, la capacidad de decisión de los representantes legales o tutores del menor de 12 o más años se encuentra limitada, ya que únicamente podrán decidir en beneficio o interés de su representado. El denominado consentimiento por representación o, en los términos empleados por algunas normas autonómicas, por sustitución, posee una eficacia limitada. El artículo 9.6 de la Ley de Autonomía del Paciente dispone que «En los casos en los que el consentimiento haya de otorgarlo el representante legal o las personas vinculadas por razones familiares o de hecho en cualquiera de los supuestos descritos en los apartados 3 a 5, la decisión deberá adoptarse atendiendo siempre al mayor beneficio para la vida o salud del paciente. Las decisiones contrarias a dichos intereses deberán ponerse en conocimiento de la autoridad judicial, directamente o a través del Ministerio Fiscal, para que adopte la resolución correspondiente, salvo que, por razones de urgencia, no fuera posible recabar la autorización judicial, en cuyo caso los profesionales sanitarios adoptarán las medidas necesarias en salvaguarda de la vida o salud del paciente, amparados por las causas de justificación de cumplimiento de un deber y de estado de necesidad».

Sin embargo, tampoco podemos pensar que los representantes carezcan de todo derecho respecto a su posición sobre el menor, sobre todo cuando se trata de los progenitores. No debemos olvidar que la patria potestad, que opera en beneficio del menor, no se configura como una institución de la que emanan solamente deberes para los progenitores, sino también determinados derechos con un fundamento metajurídico que les permite proyectar en sus hijos sus propios valores, creencias y culturas.

Así, atendiendo a la dimensión que tiene la institución de la patria potestad como fuente no sólo de deberes para los progenitores, sino también como fuente de derechos, debemos tener en cuenta que la condición de progenitor del representante determina que la solución ha de ser necesariamente diferente que en aquellos otros casos en que el representante no posee la condición de progenitor (véanse las figuras de la guarda y del acogimiento familiar). Los propios principios clásicos de la bioética nos ofrecen una solución que encaja plenamente con lo que dispone el artículo 9.6.

A este respecto, el profesor Gracia Guillén propone una máxima que, haciéndose eco de dos principios de los cuatro que nos ofrece la bioética para afrontar la resolución de los casos, los de beneficencia y no maleficencia, puede ayudarnos en tan difícil y muchas veces dolorosa labor. Así, se ha apuntado con acierto que la familia y, por tanto, los padres del menor, constituye una institución de beneficencia, mientras que el Estado, en el ejercicio de sus potestades de salvaguarda del mejor interés del menor, actuaría como una institución de no maleficencia. Ello se traduce, en términos sencillos, en que nadie mejor que los padres puede determinar cuál es el mejor interés del menor (recuérdese que en algunas ocasiones la voluntad de ambos progenitores no es coincidente, lo que dificulta el conflicto). Sin embargo, tal regla encuentra un límite: primero no causar daño. De este modo, cuando la decisión de los padres es claramente maleficente, ya sea por acción o por omisión, el Estado debe suplir la resolución del conflicto, adoptando la solución que prime el mejor interés. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando, como suele pasar en muchos casos, nos movemos en la esfera de los «grises», cuando la decisión no resulta tan clara? En tales casos, el Estado no puede suplir las facultades que tienen los padres, por lo que la función de aquél es exclusivamente la de vigilar que éstos no traspasen sus límites y, so pretexto de promover la beneficencia de sus hijos, tomen decisiones que infrinjan el principio de no maleficencia.

Como dispone el artículo 9.6, en los supuestos de discrepancia entre el menor de 12 o más años y sus padres se exige al médico acudir a la autoridad judicial, salvo que, por razones de urgencia, no fuera posible recabar la autorización judicial, en cuyo caso los profesionales sanitarios adoptarán las medidas necesarias en salvaguarda de la vida o salud del paciente, amparados por las causas de justificación de cumplimiento de un deber y de estado de necesidad.

¿Crea la Ley una nueva mayoría de edad sanitaria a los 16 años?

Como hemos visto, según dispone también el mismo artículo 9, el menor de 16 o más años será el titular, y no sus representantes legales o tutores, del derecho a decidir el tratamiento médico. El menor de 16 años es el titular del derecho a autorizar o rechazar el tratamiento médico. Sin embargo, esta regla general queda bastante matizada, ya que el mismo artículo 9 recoge diferentes excepciones, de manera que podemos afirmar que se trata de una mayoría de edad sanitaria muy relativa o, dicho de otro modo, la mayoría de edad sanitaria se define respecto a los menores de 18 años de manera negativa, no estableciendo qué derechos les corresponden al amparo del reconocimiento de la mayoría de edad sanitaria, sino, negativamente, recogiendo los límites a dicho principio general.

Las cuatro excepciones que completan el régimen de capacidad de obrar del menor maduro se fundamentan en el riesgo o trascendencia que la intervención supone para la vida o integridad física, atendiendo a un doble criterio: por un lado cualitativo (gravedad y riesgo del acto médico) y, por otro, meramente sectorial; es decir, ámbitos concretos de la actuación médica en los que se presume el citado riesgo, fuera de los cuales no resultarían de aplicación (figura 1).

 

El artículo 9.3 c), tras proclamar que el menor de 16 o más años es el titular del derecho a autorizar o rechazar el tratamiento, señala en el apartado 4 que cuando se trate de una actuación de grave riesgo para la vida o salud del menor, según el criterio del facultativo, el consentimiento lo prestará el representante legal del menor, una vez oída y tenida en cuenta la opinión de éste.

Dicha excepción parece provocar que la capacidad de obrar del menor de 16 o más años cese en los casos de grave riesgo, en los que habrá de actuar de conformidad con el principio de beneficencia, aunque siempre escuchando la voluntad del menor y sus padres. Ésta, además, es la solución que explícitamente recoge una de las normas autonómicas que regula el problema (véanse la Ley 1/1998, de 20 de abril, de los derechos y la atención al menor de Andalucía, artículo 10, y también la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia [Sala de lo contencioso-administrativo] de Cataluña de 7-IV-2010 [núm. 330/2010], en la que resuelve el conflicto planteado en relación con dos artículos, 33 y 59, del Código Deontológico del Consejo de Colegios de Médicos de Cataluña, en virtud de los cuales se venía a establecer, en resumen, que en el caso de que el médico apreciara en el menor suficiente madurez, habrá de primar la voluntad de éste frente a la de sus padres).

¿Es correcto adoptar un criterio esencialmente objetivo en la graduación de la capacidad del menor?

La determinación de la mayor o menor capacidad de obrar se ha venido estableciendo sobre la base de dos criterios diferentes. Por un lado, el criterio objetivo, en virtud del cual la capacidad de obrar del menor vendrá determinada por haber alcanzado o no cierta edad (12, 16 años). Se trata de un criterio de determinación puramente objetiva, ya que sólo atiende a la edad del sujeto, pero no a su capacidad o madurez real.

Por otro lado, podría manejarse un criterio subjetivo, en virtud del cual el menor tendría en el tráfico jurídico mayor o menor capacidad en función de su madurez real y con independencia de su edad. Este criterio atiende a las condiciones reales de madurez.

La doctrina se ha mostrado dividida acerca de cuál de los dos criterios ha de acogerse, ya que tanto uno como otro presentan ciertos problemas. Así, si bien el criterio objetivo ofrece mayor seguridad jurídica, también es cierto que no encaja bien con el hecho de que lo relevante, conforme se deduce de la propia Ley Orgánica de protección jurídica del menor, no es tanto la edad, sino la verdadera madurez del menor. A este respecto, además, debemos recordar que el propio saber científico nos informa que, si bien el proceso que se observa en todo menor tiene caracteres de universalidad, ello no significa que sea plenamente equiparable en todos los menores a las diferentes edades. De este modo, parece que los estudios muestran que lo relevante, más que las edades, pudieran ser los tramos de edad (figura 2).

 

La Ley de Autonomía del Paciente sigue una concepción objetiva de la capacidad de obrar del menor en el ámbito sanitario, de manera que se distinguen grados de menor a mayor capacidad en función de la edad, estableciéndose una doble graduación de 12 y 16 años.

Esta posición del legislador es congruente con la posición que sobre el estatus jurídico del menor con carácter general ha recogido nuestro ordenamiento jurídico, en especial el Código Civil y la propia Constitución.

Sin embargo, el problema es que dicho criterio no parece responder a la realidad que se desenvuelve en el ámbito sanitario. Esta posición puramente objetiva de la Ley olvida que la casuística nos enfrentará a supuestos en los que la mera graduación de facultades del menor, atendiendo sólo al criterio de la edad, va a ser muy insatisfactoria.

A este respecto, podría afirmarse que la Ley de Autonomía del Paciente olvida que existen diferentes tipos de menores y que no todos ellos, en función de sus experiencias personales, familiares o culturales, responden a un patrón claro en el que determinada edad haya de provocar necesariamente el reconocimiento o no de facultades de decisión sobre el acto médico. No se trata sólo de que exista en la doctrina cierta discrepancia acerca de las edades acogidas por la Ley para establecer la correspondiente graduación, sino que en muchos casos la mera graduación hipotética no responde a la verdadera capacidad volitiva y cognitiva del menor.

Los diferentes estudios empíricos sobre esta materia nos informan en contra de establecer meros criterios por edad a la hora de otorgar al menor capacidad para decidir sobre el tratamiento médico. Las conclusiones que resultan de la evidencia científica actual sobre la capacidad de obrar de los menores de edad pueden resumirse en las siguientes:

No todos los menores de 16 años tienen la misma madurez (es un proceso universal pero con diferencias individuales).

  • Tan importante como el elemento volitivo es el elemento moral y los factores psicosociales (elemento afectivo).
  • El adolescente habitualmente rechaza las figuras de autoridad (padres, profesor, médico, etc.).
  • Los menores asumen más fácilmente los riesgos.
  • Se parte de una evidencia fundamentada en estudios antiguos y respecto de la capacidad de obrar de los adolescentes de sexo masculino y no de sexo femenino.

Además, la psicología evolutiva también nos informa de que los menores sí tienen plena capacidad de decisión respecto de aquello que tiene consecuencias a corto plazo, pero no respecto de lo que produce consecuencias a medio o largo plazo. El menor conoce el acto que realiza, pero no tanto las consecuencias de éste, sobre todo cuando dichas consecuencias no son inmediatas, sino a medio o largo plazo.

También resulta interesante atender a cuál es la evolución del lóbulo frontal en los adolescentes. La neurociencia ha demostrado en los últimos años que en los adolescentes este lóbulo no está totalmente desarrollado, lo que los hace más vulnerables a fallos en el proceso cognitivo de planificación y formulación de estrategias.

Ello explicaría varios de los comportamientos que pueden observarse en ellos:

  • Dificultad para controlar sus emociones.
  • Pobre capacidad de planificación y anticipación de las consecuencias negativas de sus actos.
  • Tendencia a tener gratificaciones inmediatas, sin demora de respuesta.

De todo ello se deduce que la determinación de la capacidad del menor en el ámbito sanitario ha de atender a los siguientes elementos:

La capacidad de prever las consecuencias a medio y largo plazo es, en principio, inferior en los adolescentes.

  • El lóbulo frontal no está desarrollado plenamente en los adolescentes (control de las emociones).
  • El marco de la enfermedad supone un contexto de decisiones especial y distinto de muchos otros ámbitos (familiar, escolar, etc.). A este respecto, es importante aclarar que, más que el lugar (ámbito sanitario), lo relevante es el hecho en sí mismo de la enfermedad. El ámbito sanitario no es extraño al adolescente (controles rutinarios de pediatría, vacunas, ingresos en urgencias). Sin embargo, la enfermedad y la alteración de la vida cotidiana o de determinadas expectativas sí suponen un contexto especialmente complejo para el menor.

Si trasladamos todos estos elementos al mundo del Derecho, se alcanzarían las siguientes conclusiones sobre la regulación de la capacidad de obrar del menor en el ámbito sanitario:

En primer lugar, parece que hubiera sido preferible haber optado por una doble regla en la que junto al criterio objetivo se recogiera una cláusula general que previera la posible existencia de menores que, por su madurez, no responden a los criterios que establece la propia Ley; una doble cláusula que combine el criterio objetivo y el subjetivo.

Cierto es que el propio tenor literal del artículo 9 interpretado en sentido contrario podría permitir alcanzar la conclusión de que nuestro legislador ha querido también incluir un criterio más subjetivo, atendiendo no tanto a la edad del paciente como a su verdadera capacidad de obrar, a su verdadera madurez. Téngase en cuenta que el artículo 9 comienza la regulación del estatus jurídico del menor proclamando, literalmente, que el consentimiento por representación «se otorgará cuando el paciente menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención».

En segundo lugar, la determinación de la capacidad de obrar del menor en el ámbito sanitario habría de atender también a qué efectos, a corto, medio o largo plazo, tienen las decisiones de aceptación o rechazo del tratamiento médico que el menor pueda tomar. Así, puede mantenerse que, si bien el menor estaría capacitado para tomar determinadas decisiones cuyos efectos sean inmediatos, no lo estaría tanto o, al menos, habría que subir la escala de edad para adoptar otras cuyas consecuencias sean a largo plazo y no inmediatas.

Cuando las consecuencias de la decisión sobre el acto médico son más o menos inmediatas, la capacidad de un menor de 15, 16 o 17 años no muestra muchas diferencias con las de uno de mayor edad. Sin embargo, cuando tal decisión produce consecuencias a medio o largo plazo, la psicología evolutiva nos informa de que la capacidad de aquél no es, con carácter general, la misma. Un ejemplo de ello serían los tratamientos que se prescriben para prevenir o mitigar un problema de salud futuro, tanto individual como colectivo. Véase el caso de las vacunas o de determinados tratamientos farmacológicos que se prescriben ante un diagnóstico temprano de la posibilidad futura de desarrollar una determinada enfermedad.

Los problemas que plantea el criterio objetivo han tratado de resolverse en la reforma de 2015 incorporando, aunque de forma confusa, un criterio mixto (objetivo y subjetivo). El artículo 9.3 dispone, literalmente, que «Cuando el paciente menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención», lo que informa a favor de un criterio de madurez real y no tanto de edad, pese a que a continuación el legislador opte por incluir una edad concreta de referencia, los 16 años.

Por otro lado, el preámbulo de la Ley dispone que «La Ley de la Autonomía del Paciente es reformada en la disposición final segunda incorporando los criterios recogidos en la Circular 1/2012 de la Fiscalía General del Estado sobre el tratamiento sustantivo y procesal de los conflictos ante transfusiones de sangre y otras intervenciones médicas sobre menores de edad en caso de riesgo grave. Esta Circular postula en sus conclusiones la necesaria introducción del criterio subjetivo de madurez del menor junto al objetivo, basado en la edad. Este criterio mixto es asumido en el texto legal».

Así pues, una interpretación in toto de la norma permitiría mantener que la reforma incorpore un criterio mixto, objetivo con una edad de referencia, los 16 años de edad, y un criterio subjetivo para aquellos casos en que se apreciara que el menor, pese a no haber cumplido los 16 años, es capaz intelectual y emocionalmente de comprender la intervención.

Un conflicto sin resolver legalmente: el acceso de los padres al historial clínico del menor

Junto a la regulación del derecho a autorizar y rechazar el tratamiento médico, la Ley de Autonomía del Paciente también regula el derecho de acceso a los datos sanitarios, y más concretamente al habitual continente de dichos datos: la historia clínica. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con aquel derecho, en el ámbito de la intimidad y protección de datos, la Ley no recoge un régimen específico de los menores, consagrando un mero régimen general aplicable al mayor de edad, sin precisar en qué medida puede ser aplicable y con qué precisiones a los menores, tengan 12 o más años o 16. No se recoge cláusula alguna, al igual que ocurre con el consentimiento informado, sobre la situación particular de los menores.

Ciertamente, al amparo de lo previsto respecto del derecho a autorizar y rechazar el tratamiento podría entenderse que el menor de 16 o más años tiene capacidad para exigir del médico la confidencialidad de sus datos respecto de terceros, e incluso respecto de sus padres, dado que tienen capacidad para decidir sobre el tratamiento. Sin embargo, tal capacidad encuentra excepciones, como el grave riesgo para la vida o integridad, de manera que en tales contextos habría que matizar el derecho a la intimidad del menor. Siendo los padres los que tendrían que autorizar el tratamiento de grave riesgo, ¿cómo puede excluírselos de una información clínica sustancial para valorar el caso concreto?

La Agencia Española de Protección de Datos (AEPD) afrontó esta cuestión en su Informe 409/2004. La Agencia recuerda que «El acceso a los datos de la historia clínica constituye una modalidad de ejercicio del derecho de acceso, regulado por el artículo 15 de la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal, siendo, como consagra la Sentencia del Tribunal Constitucional 292/2000, de 30 de noviembre, parte del contenido esencial del derecho fundamental a la protección de datos y, en consecuencia, parte esencial de un derecho de la personalidad del afectado cuyos datos son contenidos, en este caso, en la historia clínica, facilitándose copia de los mismos, como en el caso planteado en la consulta, consistente en una copia del informe de la analítica efectuada», y que «el artículo 162.1.º del Código Civil exceptúa de la representación legal del titular de la patria potestad los actos referidos a derechos de la personalidad u otros que el hijo, de acuerdo con las leyes y con sus condiciones de madurez, pueda realizar por sí mismo».

Para la Agencia debe distinguirse entre el supuesto de los mayores de 14 años, a los que la Ley atribuye capacidad para la realización de determinados negocios jurídicos, y los menores de dicha edad. Así, respecto de los mayores de 14 años, teniendo en cuenta lo establecido en el artículo 162.1.º del Código Civil, se plantea si ha de considerarse que el menor tiene condiciones suficientes de madurez para ejercer el derecho de acceso, debiendo, a juicio de la Agencia, ser afirmativa la respuesta, toda vez que nuestro ordenamiento jurídico viene, en diversos casos, a reconocer a los mayores de 14 años la suficiente capacidad de discernimiento y madurez para adoptar por sí solos determinados actos de la vida civil. La Agencia expone como ejemplo los supuestos de adquisición de la nacionalidad española por ejercicio del derecho de opción o por residencia, que se efectuará por el mayor de 14 años, asistido de su representante legal, o la capacidad para testar (con la única excepción del testamento ológrafo) prevista en el artículo 662.1 para los mayores de 14 años.

Por lo tanto, para la Agencia cabe considerar que los mayores de 14 años disponen de las condiciones de madurez precisas para ejercitar, por sí mismos, el derecho de acceso a sus datos de carácter personal, sin que pueda admitirse la existencia de una representación legal (y, en consecuencia, no acreditada) del titular de la patria potestad, dado que precisamente estos actos se encuentran excluidos de la mencionada representación por el tan citado artículo 162.1.º del Código Civil. De este modo, si el padre o madre de un mayor de 14 años acude a un centro sanitario solicitando un informe de analítica o cualquier dato incorporado a la historia clínica de su hijo, sin constar autorización alguna de éste, no sería aplicable lo establecido en el artículo 18.2 de la Ley de Autonomía del Paciente, por lo que no debería procederse a la entrega de la información en tanto no conste la autorización fehaciente del hijo. Evidentemente, salvo en los supuestos en que el hijo haya sido previamente sujeto a incapacitación.

La posición de la Agencia se vio matizada en su posterior Informe 114/2008, que trataba sobre la obligación de comunicar a los padres los informes derivados de las revisiones médicas de sus hijos. En dicho Informe la Agencia considera que el conocimiento por parte de los padres de los datos médicos de sus hijos es «fundamental para poder velar adecuadamente por la salud» de los menores, y por ello concluye que «entendemos que el Código Civil habilita la cesión de la información sanitaria a quienes ostenten la patria potestad».

El criterio que la Agencia mantiene en 2008 frente al que se mantenía en su Informe de 2004 parece haberse ya consolidado en su Informe 222/2014, en el que se señala que «debe tenerse en cuenta que el artículo 9.3 c) de la Ley 41/2002 prevé que el menor tendrá conocimiento del acto médico respeto del que sus padres prestan el consentimiento para la realización. Siendo esto así, y estableciéndose como se indicó al comienzo de esta Agencia por el Reglamento una presunción legal de que el menor cuenta con condiciones suficientes de madurez para el ejercicio de sus derechos relacionados con la protección de datos a partir de los 14 años, sería posible diferenciar entre el derecho a prestar el consentimiento y los vinculados al acceso a la historia clínica». Sin embargo, añade que «si bien será precisa la prestación del consentimiento por los padres o tutores, sí cabría considerar que el menor de edad podría ejercer el derecho de acceso a partir de los 14 años, si bien este ejercicio no puede entenderse como limitación al derecho de los titulares de la patria potestad del menor no emancipado a acceder a su historia clínica en los términos que acaban de indicarse en el presente informe». De este modo, la Agencia concluye que «Los titulares de la patria potestad podrán también acceder a los datos del menor de edad sujeto a aquélla mientras esa situación persista, para el cumplimiento de las obligaciones previstas en el Código Civil».

En los mismos términos se expresa el Informe 339/2015. Este Informe reproduce las consideraciones vertidas en otro Informe anterior, de fecha 7 de agosto de 2014, para concluir afirmando que, si bien el menor de edad mayor de 14 años podrá, en general, ejercitar por sí solo el derecho de acceso a la historia clínica, en cambio no podría oponerse a que sus padres, titulares de la patria potestad, puedan acceder igualmente a los datos del menor de edad para el cumplimiento de las obligaciones previstas en el Código Civil.

Para ello la Agencia tiene en cuenta dos argumentos principales:

  • Art. 154 del Código Civil. Disponer de la información sanitaria de los hijos es fundamental para poder velar adecuadamente por la salud de ellos y, por tanto, el Código Civil habilitaría la cesión de la información sanitaria a quienes posean la patria potestad.
  • Art. 9.3 c) de la Ley de Autonomía del Paciente (en la redacción anterior a su última modificación por la Ley 26/2015, de 28 de julio), que según la interpretación realizada por la Agencia, prevé que el menor tendrá conocimiento del acto médico respecto del que sus padres prestan el consentimiento para la realización (página 2 del Informe).

Este nuevo criterio de la Agencia entendemos que se muestra congruente con el régimen del consentimiento informado del menor de edad que se recoge en el artículo 9 de la Ley 41/2002, en la medida en que los padres, con carácter general, deciden por representación hasta que se presume que el menor goza de capacidad de obrar en el ámbito del tratamiento médico; véase, con carácter general, los 16 años. No parece razonable privar a los padres del acceso al historial clínico del menor que no ha alcanzado los 16 años cuando son sus padres quienes han de adoptar la decisión, para lo que habrán de disponer de los datos clínicos precisos.

¿Qué especificidades presenta el menor en relación con el tratamiento psiquiátrico?

Como hemos señalado en los apartados anteriores, el menor ya es sujeto activo en relación con el tratamiento médico, disponiendo de la facultad de ser escuchado cuando tenga madurez suficiente y, en todo caso, a partir de los 12 años de edad, y del derecho a autorizar o rechazar el tratamiento médico a partir de los 16 años, o incluso antes (criterio subjetivo), cuando se aprecie en él madurez suficiente para tomar la decisión, aunque con una serie de límites importantes, sobre todo, cuando la correspondiente negativa a tratarse suponga un grave riesgo para su salud física o psíquica.

Así pues, el menor de 16 o más años está capacitado para rechazar un tratamiento médico salvo que opere la excepción que habrá que concretar en cada caso, evaluando los riesgos concretos de la falta de aplicación del tratamiento.

Tal planteamiento, que se recoge en la Ley, constituye una pauta aplicable en general a todos los tratamientos; pero, como ya avanzamos anteriormente, en el campo del tratamiento psiquiátrico el menor desarrollo de la capacidad del menor de 16 años de prever las consecuencias a medio o largo plazo de sus decisiones plantea en muchas ocasiones un conflicto. ¿Es capaz de decidir el paciente acerca del tratamiento cuando de su no aplicación puede derivarse no un daño o riesgo inmediato, sino más a largo plazo, como ocurre con algunas patologías que trata la psiquiatría?

Ante tales dilemas, algún autor ha propuesto desarrollar una escala móvil de capacidad que incluya como elementos para valorar tanto la edad como la gravedad de las consecuencias de la decisión y el impacto de éstas a corto, medio o largo plazo. Ello podría realizarse por parte de las sociedades científicas a través de guías o protocolos de actuación con menores, lo que no está prohibido por la Ley de Autonomía del Paciente siempre que las soluciones que se recojan no contradigan el estatuto jurídico que establece su artículo 9, sino limitándose a adaptarlo y matizarlo en diferentes áreas de la enfermedad.

Por otro lado, el tratamiento psiquiátrico del menor maduro ha venido planteando problemas en lo que se refiere al rechazo del tratamiento farmacológico y, en su caso, del ingreso voluntario en los casos en que el menor no se encuentra en una clara situación de incapacidad (véanse determinados trastornos bipolares). Si el menor no acepta esgrimiendo su «mayoría de edad sanitaria» seguir tomando el medicamento, y ello conlleva un riesgo de actuación violenta por parte del menor en su entorno, las soluciones que ofrece nuestro ordenamiento en la actualidad son insuficientes. Existe, pues, un vínculo entre delincuencia infantil-adolescente y enfermedad psiquiátrica. Si el menor no sigue el tratamiento médico adecuado, el problema persiste, por lo que el enfoque que se busca es más médico que coercitivo-punitivo. Hoy los jueces no pueden autorizar el ingreso involuntario del menor maduro cuando no concurre una causa de incapacidad legal.

El problema principal que plantea el manejo de estos pacientes se sitúa en el ámbito del tratamiento ambulatorio. Cuando ya no concurren las condiciones del ingreso no voluntario, la decisión acerca de la continuidad o no del tratamiento psiquiátrico queda en manos del menor maduro, de modo que es habitual que, una vez interrumpido voluntariamente el tratamiento, el menor vuelva en breve a incurrir en un nuevo acto delictivo y, lo que es más grave, persista su enfermedad psiquiátrica. Se produce habitualmente una espiral en la que se van sucediendo ingresos no voluntarios en los periodos de reagudización de la enfermedad y tras la comisión de un hecho delictivo con incumplimientos de posteriores tratamientos ambulatorios.

La Ley Orgánica 5/2000, de responsabilidad penal de los menores, es la que regula el internamiento de los menores en estos casos, y así dispone, entre otras medidas que pueden ser adoptadas por el juez, la siguiente: «d) Internamiento terapéutico en régimen cerrado, semiabierto o abierto. En los centros de esta naturaleza se realizará una atención educativa especializada o tratamiento específico dirigido a personas que padezcan anomalías o alteraciones psíquicas, un estado de dependencia de bebidas alcohólicas, drogas tóxicas o sustancias psicotrópicas, o alteraciones en la percepción que determinen una alteración grave de la conciencia de la realidad. Esta medida podrá aplicarse sola o como complemento de otra medida prevista en este artículo. Cuando el interesado rechace un tratamiento de deshabituación, el juez habrá de aplicarle otra medida adecuada a sus circunstancias».

A continuación añade una medida más: «e) Tratamiento ambulatorio. Las personas sometidas a esta medida habrán de asistir al centro designado con la periodicidad requerida por los facultativos que las atiendan y seguir las pautas fijadas para el adecuado tratamiento de la anomalía o alteración psíquica, adicción al consumo de bebidas alcohólicas, drogas tóxicas o sustancias psicotrópicas, o alteraciones en la percepción que padezcan. Esta medida podrá aplicarse sola o como complemento de otra medida prevista en este artículo. Cuando el interesado rechace un tratamiento de deshabituación, el juez habrá de aplicarle otra medida adecuada a sus circunstancias».

El problema, como puede verse, radica en que la citada Ley permitiría completar la medida de tratamiento ambulatorio con otra, como sería el ingreso involuntario si el menor rechaza el tratamiento con riesgo para su salud, pero lo ciñe a los casos de deshabituación, y no a los de anomalía o alteración psíquica, lo que no guarda congruencia con el resto del texto de la norma.

Por último, simplemente cabe recordar en el ámbito del tratamiento psiquiátrico del menor que, acerca de la decisión sobre el tratamiento, cuando ésta recae sobre sus representantes legales (habitualmente los padres), debe tomarse atendiendo al mejor interés del menor. Una decisión adoptada por dichos representantes que ponga en riesgo la salud del menor, o que vaya en contra del mejor interés, exige recabar el auxilio judicial, o incluso aplicar el tratamiento si se trata de una situación urgente en la que no puede recabarse dicho auxilio sin menoscabo de la salud del menor.

En cuanto a la posición de los padres del menor en los casos de progenitores separados o divorciados, hay que distinguir entre la custodia y la patria potestad. Habitualmente el profesional se encontrará ante un menor respecto del cual uno de los padres ejerce la custodia, manteniendo ambos la patria potestad. La patria potestad es normalmente compartida (la privación de la patria potestad respecto de uno de los progenitores es muy excepcional), atribuyéndose a uno de ellos (aunque también en ocasiones a ambos, en la compartida) la custodia. ¿Qué supone que ambos padres ejerzan la patria potestad, pero sólo uno de ellos la custodia desde la perspectiva de la toma de decisiones sobre el tratamiento psiquiátrico del menor?

El ejercicio conjunto de la patria potestad implica la participación de ambos progenitores en cuantas decisiones relevantes afecten a su hijo, especialmente en el ámbito educativo, sanitario, religioso y social. Por ello, ambos deberán intervenir necesariamente en la elección o cambio de centro o modelo educativo o actividades extraescolares a realizar; en la autorización de cualquier intervención quirúrgica, tratamiento médico no banal o tratamiento psicológico, tanto si entraña algún gasto como si está cubierto por el sistema público de sanidad o por algún seguro privado, siempre que no sea suficiente el mero consentimiento del menor; en la decisión sobre la realización o no de un acto religioso o social relevante, así como en el modo de llevarlo a cabo, sin que al respecto tenga prioridad el progenitor con quien se encontrara el menor en el momento de ser realizado; en el cambio de domicilio, siempre que éste sea relevante, en el sentido de dificultar o impedir el cumplimiento del régimen de visitas vigente, y en la autorización para la salida del territorio nacional. En defecto de acuerdo, deberá someterse la decisión a la autoridad judicial correspondiente. Los progenitores tienen el deber de informarse mutuamente de todas las cuestiones relevantes que afecten a su hijo, siempre que el conocimiento de éstas no lo pueda obtener por sí mismo el progenitor que no esté en compañía del menor en el momento en que éstas se produzcan (p. ej., enfermedad), lo que no sucede en el caso de cuestiones escolares, extraescolares o médicas ordinarias, entre otras, en las que los profesionales que se ocupan de los menores tienen la obligación de suministrar, tanto al padre como a la madre, cualquier información que les soliciten sobre sus hijos, por ser ambos titulares de la patria potestad.

Por tanto, el progenitor que se encuentre en compañía de los hijos podrá adoptar decisiones respecto a ellos, sin previa consulta al otro progenitor, en los casos en que exista una situación de urgencia o se trate de cuestiones poco trascendentes o rutinarias que puedan producirse en el normal transcurrir de la vida con un menor.

Simplemente cabe mencionar que ambos progenitores ejercerán las funciones parentales de una forma compartida, por lo que adoptarán de forma conjunta las decisiones más importantes que afecten al menor (elección de colegios, actividades extraescolares, médicos, etc.), mientras que las menos relevantes las decidirá cada progenitor mientras el menor esté bajo su guarda.

Conclusiones

  • La nueva regulación de los derechos de los pacientes aprobada en nuestro país a partir del siglo XXI ha tenido como protagonista singular al menor de edad. Así, de una situación previa de falta de regulación de la capacidad de obrar del menor en el ámbito sanitario hemos pasado a un marco en el que existe ya un régimen jurídico específico de dicha capacidad de obrar, que se contiene principalmente en la Ley de Autonomía del Paciente y la legislación autonómica de desarrollo de ésta.
  • Este nuevo régimen jurídico que se aprobó hace menos de una década sigue fundamentalmente un criterio objetivo, de manera que el factor que determina que se atribuya o no capacidad de obrar al menor es la edad. Los menores de 12 o más años deberán ser escuchados a la hora de adoptar una decisión médica que los afecte, mientras que los de 16 o más años son ya, en principio, titulares del derecho a aceptar o rechazar el tratamiento médico. Sin embargo, a partir de la reforma de 2015 puede admitirse, aunque de forma algo confusa, que la Ley incorpora ya un criterio mixto (objetivo y subjetivo) basado tanto en una edad de referencia como en la madurez real del menor.
  • Este régimen general queda matizado con una serie de excepciones en las que se seguirá el criterio general de mayoría de edad (18 años) y que atienden a la naturaleza y/o gravedad del acto médico.
  • La Ley de Autonomía no regula la confidencialidad de los datos clínicos del adolescente, aunque para la AEPD a partir de los 14 años el menor puede exigir dicha confidencialidad.
  • Existe un déficit en nuestro ordenamiento en el contexto del posible fracaso del tratamiento ambulatorio del menor cuando éste, al amparo de la edad o madurez, rechaza el tratamiento farmacológico.
  • Es importante diferenciar entre patria potestad y custodia, de manera que en el ámbito de la toma de decisiones sobre el tratamiento psiquiátrico deberán participar ambos progenitores y no sólo el que tiene la custodia del hijo, salvo en el caso muy excepcional de que a uno de los padres se le haya privado de la patria potestad.

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